Apuntes de clase a propósito de un texto de Vladimir Jankélévitch
La irreversibilidad del tiempo y el elemento ético de la nostalgia
El autor empieza constatando lo difícil que resulta hablar del tiempo (fíjate bien: del tiempo, no del clima; de éste ya se ocupan, casi monotemáticamente, nuestros informativos televisivos). Es difícil hablar del tiempo, del que, aun así, decimos que fluye, que pasa, que no se detiene, o que se nos acaba, que va deprisa o que avanza muy despacio. Tan difícil como hablar de Dios o de la muerte. Quizá los tres constituyan el paradigma de lo incognoscible, de modo que siempre que pretendemos hablar de ellos, hablamos en realidad de otra cosa. En efecto, cuando decimos que el tiempo pasa, ¿qué queremos decir exactamente? ¿Es el tiempo el que pasa, o somos nosotros quienes pasamos? ¿Será que el nombre propio del ‘tiempo’ no es un sustantivo, sino el verbo ‘pasar’? Pero, ¿qué significa pasar, este pasar que, sin embargo, se nos queda pegado al cuerpo como arrugas y al alma como escarmientos, nostalgia y -cabe esperar- como experiencia vital? ¿Y cómo concebir este pasar sin algo que permanezca quieto? Como ves, no es nada fácil aclararse al respecto. Y sin embargo ¿quién no entiende cuando se habla del correr del tiempo?
En este orden de cosas, Jankélévitch señala que es imposible concebir el comienzo y el final del tiempo. Cuando creemos hacerlo, en realidad estamos refiriéndonos al mundo, al comienzo y al final del mundo, pero no al tiempo en sí mismo; recaemos pues en la cosmogonía. Pero el final del mundo no es el final del tiempo. Destruido el mundo (por un diluvio o un incendio o por un soez titular de periódico), ¿se pararía el tiempo, dejaría éste de fluir? No, nos dice Jankélévitch; seguiría corriendo, aunque sería un tiempo vacío. No habría galaxias, ni átomos, tampoco relojes que lo midieran ni calendarios que lo situaran en la serie de los siglos, ni hombres que a las divisiones temporales les dieran los nombres de ‘segundo’, ‘minuto’, ‘hora’, ‘día’, ‘lunes’, ‘octubre', 'vacaciones' o ‘siglo XXI’, etc. (Por cierto, ¿sería susceptible el tiempo de ser dividido sin nada que sucediera, al haber sido todo aniquilado?). En este sentido, la primera cosa en la que Jankélévitch insiste es en que ‘la temporalidad [el fluir] del tiempo sobreviviría’ a esta aniquilación general. (No obstante, ¿cómo pensar que, sin nada existente, realmente pase el tiempo, como insiste el pensador francés?).
A continuación, centra su atención en el ser humano: ¿qué decir del hombre y el tiempo: el hombre está en el tiempo o es él mismo tiempo? Según este pensador, la segunda alternativa es la verdadera: todo él es temporal, ‘de un extremo al otro y por completo’. Más que estar en el tiempo, como está uno metido en un río, ‘es el hombre todo él quien es el tiempo hecho carne, un tiempo bípedo que va, viene y muere’. Si el hombre no sólo está en el río, sino que es él mismo, todo él, río hecho carne (o, siguiendo con la comparación, hecho hielo), el fluir del río lo ha de arrastrar como arrastra todas las gotas que lo componen: el hombre no se distinguiría del río. Sería como echar un trozo de hielo que se iría fundiendo (y, al final, confundiendo) con el río mismo. De ahí, pues, que el hombre no ejerza ninguna influencia sobre el tiempo (igual que las gotas o el pedazo de hielo no la ejercen sobre el río): no puede dilatarlo ni acelerarlo ni detenerlo. Llevando al extremo esta comparación, diríamos –salvando todas las distancias, claro está- que el hombre (tiempo hecho carne) vendría a ser al tiempo lo que el hielo (agua hecha sólido) es al agua; además, al final ambos acaban devorados por eso que, en el fondo, son, tiempo y agua respectivamente (Aunque si, al final, es cuando será devorado por el tiempo, es que antes era algo distinto al tiempo -aunque lo que lo dsitinga sea la minúscula diferencia que distingue al hielo del agua-, a no ser que admitamos que lo que el tiempo engulle sea a su vez tiempo, como si se nutriera de sí mismo; un lío, como ves. En todo caso, el autor nos dice que sí son idénticos. Pero si es así, ¡entonces es que el tiempo ya lo ha devorado, ya lo ha hecho suyo, y el hombre es solo tiempo! En este caso, el tiempo, como decíamos, se devora a sí mismo: ¿cómo entender esto? Otra cosa más: si son lo mismo hombre y tiempo, ¿cómo entender que, en la total aniquilación (sin hombres pues), seguiría fluyendo el tiempo?. Como ves, nada fácil desliarse, así que volvamos adonde estábamos).
Decíamos que el hombre no puede acelerar o ralentizar el tiempo y, sin embargo, ¡cuántas veces decimos que una hora se nos ha hecho muy larga o que, por el contrario, se nos ha pasado volando! En esos casos, en realidad no se está hablando del tiempo, sino de algo diferente, a saber, de la velocidad con la que transcurre el tiempo, pero no del tiempo mismo, según Jankélévitch. Si sobre el tiempo no podemos influir, sí que en cambio influimos, al parecer, sobre la velocidad con la que se nos pasa, debido al interés con el que hacemos algo (que produce en nosotros la impresión de que el tiempo va más rápido) o a la impaciencia con la que esperamos algo (que produce en nosotros la impresión de que el tiempo va más lento) o al temor con el que aguardamos, por ejemplo, en la sala de espera la llamada del dentista (que produce en nosotros la impresión de que el tiempo ha pasado muy deprisa: ‘¡Ah! ¿Ya me toca a mí?’). También la técnica puede alterar los ritmos temporales, lo que significa que, en menos tiempo (o en menos espacio de tiempo), podemos hacer muchas más cosas que antes: en un solo día podemos viajar de nuestra ciudad a Madrid, tomar un vuelo a París, pasear por la Isla de Francia, comer con unos amigos, uno inglés y otro alemán (que también han volado a París), tener una reunión de trabajo y regresar a Madrid, coger el coche y dormir en nuestra casa. ¡Con qué rapidez se nos ha pasado el tiempo ese día! En realidad -señala el autor-, no es que el tiempo haya corrido más deprisa (sus 24 horas han durado exactamente 24 horas), sino que hemos hecho muchas cosas: hemos confundido, por tanto, el tiempo con ‘las cosas que hacemos en el tiempo, es decir, con la historicidad y con los acontecimientos que la llenan’. En suma, con ‘cronómetros’ cada vez más precisos, la técnica lo más que consigue es medir el tiempo (o, más exactamente, ‘los tiempos del tiempo y los lapsos de tiempo de la temporalidad, es decir, la velocidad’). Ahora bien, al hacer esto, está reduciéndolo a esa ‘parte comprimible y materializable’ del tiempo que es la cronología o cronometría; es decir, está tomando por tiempo otra cosa, de naturaleza más pobre. En este caso, pues, se confunde el tiempo con la velocidad (que es lo que en realidad medimos). Ni siquiera la luz logra ser instantánea, es decir, salvar la ‘distancia infinita’ que existe entre la instantaneidad y la velocidad (por muy grande que ésta sea: 300 mil kms. /sg.). Por mínima que sea la distancia, por muy fácil que, en ocasiones, resulte confundir la velocidad de la luz con la instantaneidad, por minúsculo que sea el tiempo que tarda la luz en recorrer 300 mil kms., siempre hay una brecha insalvable entre ambas. Pues bien, esa brecha, ese hiato, esa escisión –como la hemos denominado también-, es ‘consustancial a nuestro pensamiento, a nuestra existencia, a todos nuestros actos’. Quiere decirse que de la identidad humana forma parte ese desajuste entre el hombre y el mundo; más aun, entre el hombre y él mismo: nunca llega a cerrarse el círculo de su identidad, nunca alcanza su plenitud, lo absoluto. Fíjate en que incluso cuando la felicidad nos roza un instante, ese instante –aunque en sí mismo pleno, absoluto- lleva clavado en su seno la astilla del tiempo, de su fugacidad: ‘¡Que no pase este momento! ¡Ojalá dure siempre!’ –exclamamos-. Cuando la vida nos regala una de esas raras ocasiones en que todo parece confabularse para que el instante sea perfecto, su carácter fugaz nos despierta del ensueño: ‘¡Eh! ¡No vayas a creerte que esto va a durar siempre!’ –nos susurra al oído-. De ahí que Jankélévitch afirme que el tiempo ‘es la carne de nuestra carne, la esencia invisible de nuestro ser y la quintaesencia invisible de nuestra esencia’. Es eso que somos en lo más profundo. Eso que no podemos dejar de ser ni modificar. Quizá podamos alterar otros aspectos de nuestra realidad, pero nunca lograremos rebasar la frontera que nos separa de nuestra plenitud sin alterar nuestro ser más propio. Tampoco alcanzamos a pensarlo como es debido. Lo único que nos queda es ‘vivirlo y revivirlo inagotablemente, desesperadamente’. Observa: ‘desesperadamente’, esto es, a sabiendas de que su corriente nos arrastrará, como al hielo el río; ‘inagotablemente’, esto es, sin que nuestra vida ni nuestra reflexión puedan resolver su enigma ni tampoco esquivarlo siquiera.
El afán filosófico responde a lo que de inevitable tienen ciertos asuntos (como éste de la temporalidad), hasta el punto de que, aunque siempre acabemos chocando contra su opacidad, no podemos acallar su pregunta. A diferencia de la ciencia, ‘el ejercicio filosófico consiste en manejar lo inmanejable, en ceñir objetos que no son objetos y que nadie nunca ha circunscrito ni sopesado’ (razón por la cual se nos escurren entre las redes de la reflexión), ‘y -añade Jankélévitch- en plantear problemas que no son ni siquiera problemas’. Quizá por esto la filosofía resulte una cosa rara, tan difícil de manejar, y sin embargo, al mismo tiempo, algo que nos cautiva en cuanto entendemos un poco de qué va: porque de lo que trata la filosofía no son cosas que podamos atrapar, sino, al contrario, eso que, como el tiempo, nos tenía ya atrapados antes de que nos preguntásemos sobre ello. Por esto mismo, el autor califica de ‘suplicio’ el ejercicio de la reflexión filosófica, por ser una mezcla de ‘vigilancia insomne’ y de ‘agilidad acrobática’. (No se refiere al suplicio al que dicen verse sometidos los alumnos de la asignatura de ese nombre –aunque quizá también se les pueda aplicar-. Se refiere al choque con la realidad al que se ve sometido cualquier persona en cuanto abandona la crisálida de la infancia [recuerda el relato de Susana Tamaro, o la escena en la que el desván de Tierras de penumbra acaba perdiendo la magia que antes tenía para Douglas]).
Una vez establecido que el tiempo es ‘la carne de nuestra carne’ –y no un objeto manejable por nosotros-, el pensador se adentra en la cuestión que acaba de suscitar. ¿Por qué insistir entonces sobre algo que siempre nos esquiva? Respuesta: ‘es el tiempo mismo’ el que nos empuja a ese imposible. En efecto, ‘incesantemente debo asegurarme de la evidencia para que no se me torne ambigua’: ¿apagué la luz del baño? Una evidencia que sólo se da una vez acaba perdiendo el brillo por el que se nos impuso como verdad: ¿y si lo soñé? La irreversibilidad del tiempo convierte en única todas nuestras vivencias. Esto significa que, aunque podamos repetir la experiencia, en realidad nunca será la misma del principio: la segunda vez de algo nunca puede ser equivalente a la primera. Es imposible. Por de pronto, la novedad de la primera vez ha desaparecido en la segunda y, con ella, la sorpresa que encerraba. De ahí que Jankélévitch acuñe ese extraño término de "primúltima vez", pues la primera vez es asimismo la última. La repetición será siempre otra vez distinta. Y ello se debe a la irreversibilidad del tiempo, es decir, a que es imposible hacer que vuelva atrás, que retorne al punto de partida borrando el tiempo transcurrido y su recuerdo. ¿Entiendes ahora el reto del poeta Jorge Guillén cuando aspira a estrenar la vida cada mañana, imprimiendo en los ojos y el cuerpo que despiertan la sorpresa con que lo nuevo del día los toca? Pero sigamos con la reflexión del pensador francés. La irreversibilidad del tiempo –escribe- no es una cualidad del tiempo entre otras, como si el tiempo fuera algo que además tuviera la propiedad de ser irreversible. No: la irreversibilidad no es una propiedad cualquiera, sino que es el atributo esencial del tiempo, es decir, su propiedad más propia, ésa sin la cual el tiempo no sería tiempo. En palabras del autor, ‘el propio tiempo es la irreversibilidad misma’. Y añade, por si no hubiera quedado suficientemente claro: ‘¡no hay más irreversibilidad que la del tiempo, ni tiempo que no sea irreversible!’. Es el tiempo el inflexible maestro que nos enseña el significado de esa rara palabra: irreversibilidad. Siendo pues imposible la exacta repetición, ‘los recomienzos son imposibles y los arrepentimientos ineficaces’. (Al hilo de esta afirmación, ¿qué significa eso que Friedrich Nietzsche y Antonio Machado llaman ‘una segunda inocencia’? ¿No parece contradictoria la expresión? Y, por otra parte, si arrepentirse es ineficaz –pues, en efecto, no borra el mal causado-, ¿no sería mejor evitar el arrepentimiento? ¿Acaso arrepentirse no es dolerse en vano por algo que ya no tiene remedio? ¿Para qué ese dolor que no sirve para nada? ¿Acaso sólo para, perversamente, aliviar la mala conciencia y alimentar nuestro narcisismo: 'qué majete soy, que me arrepiento'? ¿O acaso, a pesar de esta inutilidad suya y más allá de sus perversiones, siga teniendo algún sentido? Lo mismo, pero esta vez a propósito del perdón: ¿sirve de algo perdonar? Hay un dicho según el cual ‘perdono, pero no olvido’. Si el perdón no elimina el daño hecho, ¿por qué perdonar? ¿Tiene algún sentido hacerlo?).
No sólo eso, también es imposible confirmar, pues lo que suceda será siempre algo nuevo, y no la repetición exacta de lo pasado. De ahí que nos asalten la duda y los escrúpulos: ¿eché la carta al buzón como creo recordar que hice, o más bien este recuerdo corresponde a otra carta otro día? Es como si el tiempo jugara con nosotros –a veces malas pasadas-, como el genio maligno del que Descartes se sirve para explicarnos que lo que consideramos evidente, la verdad misma, puede ser falso de toda falsedad.
Temporales y limitados (finitos) como somos, nunca alcanzamos a tener presentes todos los elementos de un problema; necesariamente debemos contemplarlos sucesivamente, uno después de otro, de manera que a la atención que ponemos en una cosa la acompaña siempre, inevitablemente, la distracción sobre todo lo demás. ¿Cómo, entonces, estar seguros ahora de haber apagado el gas, como, con una convicción total, creíamos haber hecho? El genio maligno del tiempo se burla de nosotros, de esas certidumbres nuestras que teníamos por más sólidas, provocando esos escrúpulos maniáticos. ¡Y lo más irritante y amargo es que a veces tales manías están justificadas! A veces, sólo a veces, no siempre –es cierto-. Pues, a pesar de nuestros temores, el gas sí lo habíamos cerrado y también habíamos echado la llave a la puerta de la calle. A veces, sólo.
‘Esta ambigüedad se debe a la irreversibilidad del tiempo’, es decir, el que cada vez sea primúltima genera en nosotros esos escrúpulos. Pero asimismo hace que cada vez sea ‘única en toda la eternidad y, en consecuencia, incomparable, irremplazable, inimitable, inestimable’ (Recuerda la escena de Tierras de penumbra en la que Joy le dice a Jack: ‘El dolor de entonces es parte de la felicidad de ahora’; frase a la que hace eco la que dice Jack, ya sin Joy, al final de la película: ‘La felicidad de entonces forma parte del dolor de ahora’). La fugacidad irreversible del tiempo tiene dos caras: la debilidad con la que el tiempo marca nuestras evidencias y la posibilidad de estrenar cada día como algo enteramente nuevo, saltando sobre la rutina que va dejando su pegajosa costra en la vida. Lo único se torna inevaluable (¿con qué compararlo, si es único?); es en realidad infinitamente precioso. Ésta es la ambigüedad propia de la irreversibilidad del tiempo: cada vez, al ser única, es algo que no tiene precio y, con las mismas, algo infinitamente dudoso si no se repite. Es su maravilla y su endeblez. Por esta razón, ‘la renovación continua es una necesidad vital’. Es la única manera de alcanzar, en medio de la fugacidad, cierta solidez que nos ofrezca seguridad, aun a sabiendas de que también ella, sometida a la férrea ley de la irreversibilidad, es inestable (como una ‘eternidad en vilo’, según caracterizó magníficamente Jorge Guillén al hombre). Vivir inagotablemente el tiempo –como escribía líneas antes Jankélévitch- significa entonces que la evidencia o ‘la verdad que se descubre reside en el movimiento y el perpetuo recomenzar’.
El último fragmento del texto del pensador francés empieza con unas líneas que resumen lo esencial: el modo de ser del hombre es el devenir irreversible abocado a la muerte; esto le quita cualquier frivolidad a la nostalgia: en ella nos saluda la muerte, el nunca más, la imposibilidad de la repetición; ésta sería posible, en el límite, en caso de que el hombre viviera eternamente: en efecto, si ahora he dejado pasar la oportunidad, cabría esperar , en un tiempo sin fin, que volviera a producirse, tarde o temprano, la misma combinación de elementos, volviera a presentarse la oportunidad perdida. Fíjate en que estamos planteándonos una cuestión grave, pero que muy grave: ¿por qué coger el siguiente autobús, y renunciar a seguir tan a gusto donde estoy, cuando sé que otros y otros autobuses van a seguir pasando sin cesar? En otros términos, ¿qué nos empujaría a convertir en real una posibilidad si contáramos con una infinidad de nuevas posibilidades? Ante la renuncia que inevitablemente entraña escoger una posibilidad, ¿no caeríamos en la tentación de no elegir, para no tener que renunciar a nada? En tal caso, sin la colaboración de nuestra elección, sin el apoyo de nuestro sí a una de las opciones, ésta no pasaría del estado virtual al de realidad; permanecería indefinidamente, sin fecha límite, en el limbo de los posibles.