Las tres formulaciones del Imperativo Categórico en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres1 de Kant

Jesús María Ayuso Díez

                                                                                             

Estas páginas nacen del imperativo que representa un programa educativo. Había que presentarles a los alumnos de 2º de Bachillerato el fragmento del 2º capítulo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres en el que Kant recoge las tres formulaciones del imperativo categórico. Ordenar las ideas acabó en estos apuntes, poco más que una paráfrasis del texto, de estilo prolijo, casi machacón. He dividido la exposición en los siguientes apartados:

1. Noción de obligatoriedad y “giro copernicano”

2. ¿Es moral todo lo legal? Hannah Arendt interpreta a Adolf Eichmann

3. La coerción del imperativo

4. El imperativo categórico

a) Primera formulación: poder querer la universalidad

b) Segunda formulación: el fiat de la voluntad a la ley

c) Tercera formulación: la naturaleza racional es un fin en sí mismo

5) ¿Un fin puramente racional y absoluto?

Notas

 

Immanuel Kant (1724-1804)

 

1. Noción de obligatoriedad y “giro copernicano”

 

    El fragmento pertenece a la obra Fundamentación de la metafísica de las costumbres que Kant publicó en 1785, tras dedicarle doce años. ¿Cuál es el problema al que Kant se enfrenta en ella? Al de aclarar el concepto de obligatoriedad, carente de toda evidencia necesaria. Si permanece oscuro, difícilmente podrá servir de fundamento a la acción humana. Kant, para quien la ética es de carácter normativo (ética del deber), escribe:

Debe hacerse esto o aquello y dejarse de hacer lo otro: tal es la fórmula bajo la que se proclama toda obligatoriedad. Ahora bien, todo deber expresa una necesidad de obrar y admite dos acepciones. En efecto, o bien debo hacer algo (como medio) si quiero conseguir algo (como fin), o bien debo hacer y realizar otra cosa (como un fin). Lo primero podría llamarse la necesidad de los medios (necessitatem problematicam), lo segundo la necesidad de los fines (necessitatem legalem). La primera clase de necesidad no indica en absoluto ninguna obligatoriedad (...)” (2).

 

La obligatoriedad encierra, pues, necesidad, y ésta vemos que puede ser de dos tipos: problemática (la de los medios) y absoluta o legal (la de los fines). La primera es una necesidad relativa, en el sentido de que

“no envuelve –sigue diciendo Kant- otra necesidad que aquélla que corresponde al fin”;

 

en otras palabras, si se renuncia al fin, el medio deja de ser necesario, con lo que su obligatoriedad se desvanece; es la suya, pues, una necesidad condicionada, dado que sólo “a condición de” pretender dicho fin ese medio se vuelve necesario. Ahora bien, las leyes morales obligan sin excepciones:

“Todo el mundo ha de confesar -–escribe Kant-- que una ley, para valer moralmente, esto es, como fundamento de una obligación, tiene que llevar consigo una necesidad absoluta” (FMC, 29).

 

Esto es, la norma moral ha de prescribir el acto “como directamente necesario y no como necesario a condición de que se persiga algún determinado fin”.

 

    ¿Dónde radica el carácter absoluto de la obligatoriedad moral? Si, por ejemplo, digo que “debo obrar de modo que contribuya a la mayor perfección posible del conjunto [de lo que hay] o en consonancia con la voluntad de Dios”, el precepto está supeditado a que se estime necesario incrementar la perfección del conjunto o sintonizar con la voluntad divina. Según Kant, “no hay ninguna cosa o ningún concepto, sea cual fuere, cuya consideración nos permita reconocer e inferir qué es lo que deba hacerse” (3), salvo en los casos de las reglas de habilidad (preceptos técnicos, relativos al arte y la técnica) y los consejos de la sagacidad (preceptos pragmáticos, relativos a la felicidad); unas y otros, es decir, las reglas de habilidad y los consejos de sagacidad, son condicionados, esto es, hipotéticos: en ambos, el fin es externo a la acción, de manera que su necesidad es también externa e indirecta; no son, pues, fórmulas de obligatoriedad absoluta, es decir, no son imperativos categóricos. Si, como acabamos de ver, “ninguna cosa o ningún concepto” puede decirnos qué deba hacerse, ello significa que la ética que Kant está buscando separa con nitidez el “ser” del “deber”: lo que es no nos indica que deba ser o qué deba ser; tan sólo que es así, sin más. Esto, al parecer, significa dos cosas: a) que no se trata de una ética material, es decir, de una ética que nos diga qué hay que hacer, y b) que no es de carácter empírico, es decir, que no se fundamenta (no basa su obligatoriedad) en la experiencia. Ambos aspectos van unidos en el pensamiento kantiano; en otras palabras, el carácter formal (esto es: no material) de la ética es inseparable de su carácter puro (esto es: no empírico). Y ambos, el formal y el puro, son a su vez inseparables del carácter absoluto (esto es, no relativo a un fin distinto de lo mandado), peculiar de los mandatos morales.

Copérnico y su planisphaerium

 

    Se está produciendo el mismo “giro copernicano” que en el plano del conocimiento. Para dar cuenta de la objetividad de la ciencia (de su necesidad y su universalidad), Kant busca su origen en lo a priori de la razón humana, en lo anterior a la experiencia y condición de ésta, en el plano trascendental, como lo llama también. En lugar de acomodarse el sujeto del conocimiento (el hombre) al objeto que hay que conocer, es éste el que ha de acomodarse a las condiciones trascendentales que de antemano el sujeto le impone (las formas de la sensibilidad y las categorías del entendimiento, sin olvidar las ideas de la razón en su función regulativa). Esto significa que la razón humana no es una tabula rasa, dependiente por completo de lo que la experiencia sensible tenga a bien ofrecerle. Éste era el planteamiento del empirismo inglés, y ya sabemos, tras Hume, en qué concluye: en que, al no existir la impresión sensible correspondiente a la idea de “conexión necesaria” propia de la idea de causalidad, ésta carece de fundamento y queda reducida a mera ficción ilusoria y, con ella, toda la ciencia a mero hábito y simple creencia, no más cargada de razón que cualquier otra explicación de los fenómenos. Por el contrario, según Kant, el sujeto cuando conoce, aunque receptivo, no es pasivo, esto es, no se limita a esperar a ver qué le cuenta la experiencia, sino que se acerca a ésta siendo él (o, mejor, su razón, esto es, la razón humana) quien impone las condiciones a las que ha de atenerse el objeto si es que éste ha de ser conocido, como sucede en un experimento científico (que hay que distinguir de la experiencia bruta o fortuita). Por tanto, el sujeto se acerca a la realidad que aspira a conocer anticipándola de alguna manera. Que la anticipe no quiere decir que sepa de antemano qué va a ocurrir, pero sí que puede prever conforme a qué condiciones ocurrirá, puesto que es su razón quien las establece (por ejemplo, no sabe qué resultado tendrá el experimento, pero sí sabe que no podrá producirse fuera de las coordenadas espacio-temporales). En el prólogo a la segunda edición de su Crítica de la Razón Pura, Kant lo dice de la siguiente manera (el texto es algo largo, pero merece la pena leerlo íntegramente):

 

“Entendieron [los científicos Galileo, Torricelli, Sthal] que la razón sólo reconoce lo que ella misma produce según su bosquejo, que la razón tiene que anticiparse con los principios de sus juicios de acuerdo con leyes constantes y que tiene que obligar a la naturaleza a responder sus preguntas, pero sin dejarse conducir con andaderas, por así decirlo. De lo contrario, las observaciones fortuitas y realizadas sin un plan previo no van ligadas a ninguna ley necesaria, ley que, de todos modos, la razón busca y necesita. La razón debe abordar la naturaleza llevando en una mano los principios según los cuales sólo pueden considerarse como leyes los fenómenos concordantes, y en la otra, el experimento que ella haya proyectado a la luz de tales principios. Aunque debe hacerlo para ser instruida por la naturaleza, no lo hará en calidad de discípulo que escucha todo lo que el maestro quiere, sino como juez designado que obliga a los testigos a responder a las preguntas que él les formula” (B XIII). (4)

 

Galileo Galilei (1564-1642)

 

    Como se ve, la razón aprende de la naturaleza (no extrae de sí misma el conocimiento, como la araña su tela: no dispone por tanto de ideas innatas, como sostenía el Racionalismo), aprende de la naturaleza, pero no le deja a ésta la iniciativa: es la razón la que, como un juez, la interroga, le impone las preguntas a las que ha de responder y le exige el modo en que ha de hacerlo. La objetividad científica tiene su origen en la razón, en su a priori puro (independiente de la experiencia), el cual delimita así su alcance, esto es, hasta dónde puede conocer el hombre. Tal era la pretensión de la crítica (“krinein”: de-terminar, de-finir, de-limitar): determinar el perímetro de la razón para saber si la metafísica cae dentro o fuera de él, esto es, si es posible como ciencia, es decir, si las ideas (alma, mundo y Dios) de la razón son o no representaciones de algún objeto; en suma, si la razón humana puede tener un conocimiento científico del alma, del mundo y de Dios. La respuesta es que no, porque no son fenómenos, no se le dan a la razón como objetos de la experiencia sensible, según las coordenadas espacio-temporales; son sólo algo únicamente pensable o noúmeno. Tomarlos como objetos de ciencia equivale a cometer un grave error, que Kant llama ilusión trascendental. ¿Carecen entonces de interés? No. Tienen un uso regulativo y, en este sentido, resultan indispensables: le proporcionan a nuestro conocimiento mayor unidad y, con ello, coherencia. Mientras que la ilusión trascendental consiste en afirmar que existe un objeto trascendente (esto es, un objeto que está más allá de la experiencia que de él podamos tener) correspondiente a esa idea (la de alma, la de mundo o la de Dios), la importancia de la idea regulativa reside en que le da dirección al conocimiento, le señala hacia dónde avanzar. Su función es organizar mejor y entender lo que reside dentro de la experiencia: las Ideas le señalan a la razón una misión y un fin prácticos infinitos.

 

    ¿Se producirá también en la razón práctica el giro copernicano? ¿Habrá en el ámbito práctico (en el de la acción) un a priori puro, igual que en el ámbito del conocimiento? A esa pregunta es a la que intenta responder una metafísica de las costumbres, que es una investigación previa a la ética empírica (o “antropología práctica”, como la llama Kant) y que “nos daría a conocer lo que la razón pura... puede por sí sola construir y de qué fuentes toma esa enseñanza a priori” (FMC, 29). Se trata de una tarea que no consiente dilación, si se quiere saber si existen obligaciones morales de alcance universal o si, por el contrario, nuestros actos responden únicamente a las inclinaciones propias de nuestra naturaleza o a las experiencias personales (y a los hábitos o las costumbres adquiridos). Si fuera este segundo caso, los llamados mandatos morales no serían tales mandatos (vamos, que no mandarían), por carecer de la necesidad absoluta con la que pretenden formularse (serían meros imperativos hipotéticos: “haz X, si no te perjudica el hacerlo”, por ejemplo) y, por ello, carecería de fundamento aspirar a que fueran universales y objetivos (serían simples preferencias subjetivas –individuales o colectivas--). Esto es lo que quiere decir Kant cuando escribe: “¿No se cree que es de la más urgente necesidad el elaborar por fin una filosofía pura, que esté enteramente limpia de todo cuanto pueda ser empírico y perteneciente a la antropología? Que tiene que haber una filosofía moral semejante se advierte con evidencia por la idea común del deber y de las leyes morales” (ibid.). ¿Habrá, pues, para la acción un fundamento puro (ajeno a la experiencia), igual que para la ciencia? Kant responde: “la filosofía moral toda descansa enteramente sobre su parte pura” (ibid.); sí que lo hay, pues. ¿Qué es entonces lo moralmente bueno? Hay dos maneras de responder esta pregunta, pero sólo una válida para Kant. A la pregunta “¿qué es lo bueno?”, se puede responder haciendo una lista de lo que es bueno diciendo que lo bueno es mantener las promesas hechas, o ayudar a quien nos necesite, o ser fieles a nuestros amigos, o decir siempre la verdad, y así indefinidamente. Pero el problema es hasta cuándo, es decir, ¿cuándo ponemos fin a la lista? Aparte de ser imposible, por interminable, tampoco valdría de mucho esa lista, dado que no podríamos saber por qué “eso” es bueno (este tipo de respuestas es propio de las éticas materiales). De ahí que la otra respuesta a esa pregunta, ésta sí válida según Kant, sería de tipo formal, es decir, la que no nos dice qué debemos hacer, sino cómo debe ser nuestra acción para que sea moralmente buena. Así, “lo moralmente bueno no basta que sea conforme a la ley moral, sino que tiene que suceder  por la ley moral” (FMC, 30), esto es, porque queramos que el deber se cumpla por él mismo y no por otro motivo; en otras palabras, por respeto a la ley misma. La bondad reside en el buen querer, en la buena voluntad:  “Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad” (FMC, 32). “La buena voluntad es... buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma” (FMC, 33), y no porque logre éxito en su propósito: “la utilidad o la esterilidad no pueden añadir ni quitar nada a ese valor” (ibid.). Esto no significa que la voluntad sea todo el bien posible ni el único, pero sí que es “el bien supremo y la condición de cualquier otro, incluso del deseo de felicidad” (FMC, 35). La última palabra la tiene pues la buena voluntad. ¿Qué significa esto? Significa que el deseo de felicidad y las demás inclinaciones humanas han de supeditarse a ella. En otras palabras, que la voluntad no quiere movida por algo exterior a ella; si así fuera, no sería libre, pues no sería autónoma: habría claudicado a las imposiciones procedentes de fuera de ella (sería heterónoma). Ser libre no equivale entonces, para Kant, a hacer lo que a uno le dé la gana, sino a hacer aquello que la propia buena voluntad estipula o manda: en cumplir, pues, con el deber: “Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber” (FMC, 37). ¿Y qué es el deber? “El deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley” (FMC, 39). Con otras palabras, una acción es necesaria no porque nuestro propósito sea loable o porque sea exitosa (éste es el caso de los imperativos hipotéticos), o porque resulte inevitable dejarse arrastrar por alguna poderosa inclinación (heteronomía), sino porque así lo manda la ley, la cual merece nuestro respeto por sí misma. Escribe Kant: “Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por lo tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones” (Ibid.). ¿Cuál es el fundamento que determina a la voluntad a querer algo de modo que este querer sea moral? ¿Los efectos de la acción? No. ¿Los deseos, los impulsos, las inclinaciones de uno? No. ¿Nuestros propósitos? No. ¿La representación racional de la ley? Sí.

 

Hannah Arendt (1906-1975)

 

2. ¿Es moral todo lo legal? Hannah Arendt interpreta a Adolf Eichmann

 

    Antes de seguir, es conveniente deshacer un posible equívoco, el de considerar que todo lo legal sea moral, o, dicho con otras palabras, que el hombre actúe moralmente cuando obedezca las leyes; en suma, que haya que respetar todas las leyes. Kant no quiere decir esto, pues de sobra sabe que hay leyes inmorales. Para entenderlo mejor, pongamos un ejemplo histórico. Adolf Eichmann fue, entre 1940 y 1945, el jefe de la Gestapo encargado de organizar las deportaciones de los judíos con miras a su exterminio. Huyó en 1946. Localizado en Argentina por los servicios secretos israelíes, tras secuestrarlo en 1960, fue juzgado en 1961 por crímenes contra la humanidad en Jerusalén, donde, en cumplimiento de la sentencia de muerte dictada, murió ahorcado en 1962. En prisión durante su proceso escribió sus memorias, en las que expresiones como “según me fue ordenado...”, “de acuerdo con lo que me había sido encomendado...”, “en conformidad con lo decidido por la superioridad...”, le sirven de justificación para las decisiones que adoptaba al fletar trenes con destino a Auschwitz, Treblinka y otros campos de exterminio. Según cuenta Hannah Arendt en su Eichmann en Jerusalén, Eichmann intentaba defenderse haciendo ver que él no era un canalla y que, en este sentido, no existía motivo alguno por el que hubiera de tener algún problema de conciencia; en cambio, sí habría tenido que cargar con “un peso en ella en el caso de que no hubiese cumplido las órdenes recibidas, las órdenes de enviar a la muerte a millones de hombres, mujeres y niños, con la mayor diligencia y meticulosidad” (5).

Adolf Eichmann, durante el juicio en Israel por sus crímenes (1962) y como oficial de la SS

 

    En un momento del interrogatorio policiaco, repentinamente y con gran énfasis, Eichmann declaró que “siempre había vivido en consonancia con los preceptos morales de Kant, en especial con la definición kantiana del deber” (6). Ante esto, H. Arendt comenta: “Esta afirmación resultaba simplemente indignante, y también incomprensible, ya que la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar que elimina por completo la obediencia ciega” (7). En efecto, a propósito de las leyes morales y sus principios, diferentes del conocimiento empírico, Kant escribe: “Estas leyes requieren ciertamente un Juicio bien templado... para saber distinguir en qué casos tienen aplicación y en cuáles no” (FMC, 29). Merece la pena leer, aunque sea extenso, lo que sobre esto sigue diciendo Hannah Arendt:

 

“El juez Raveh, impulsado por la curiosidad o bien por la indignación ante el hecho de que Eichmann se atreviera a invocar a Kant para justificar sus crímenes, decidió interrogar al acusado sobre este punto. Ante la general sorpresa, Eichamann dio una definición aproximadamente correcta del imperativo categórico: ‘Con mis palabras acerca de Kant quise decir que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda devenir el principio de las leyes generales’ (lo cual no es de aplicar al robo y al asesinato, por ejemplo, debido a que el ladrón y el asesino no pueden desear vivir bajo un sistema jurídico que otorgue a los demás el derecho de robarles y asesinarles a ellos). A otras preguntas, Eichmann contestó añadiendo que había leído la Crítica de la razón práctica. Después explicó que desde el momento en que recibió el encargo de llevar a la práctica la Solución Final [eufemismo para referirse al exterminio de los judíos], había dejado de vivir en consonancia con los principios kantianos, que se había dado cuenta de ello, y que se había consolado pensando que había dejado de ser ‘dueño de sus propios actos’, y que él no podía ‘cambiar nada’. Lo que Eichmann no explicó a sus jueces fue que, en aquel ‘período de crímenes organizados por el estado’, cual él mismo lo denominaba, no se había limitado a prescindir de la fórmula kantiana por haber dejado de ser aplicable, sino que la había modificado de manera que dijera: compórtate como si el principio de tus actos fuese el mismo que el de los actos del legislador o el de la ley común. O, según la fórmula del ‘imperativo categórico del Tercer Reich’, debida a Hans Franck, que quizás Eichmann conociera: ‘compórtate de tal manera, que si el Führer [Hitler] te viera aprobara tus actos’”.

 

    Sagazmente, Eichmann había suplido la autonomía de la razón práctica –la cual se expresa en el imperativo categórico- por la heteronomía que se traduce en obediencia ciega a Hitler y que resulta enteramente incompatible con la ética kantiana. No puede extrañarnos pues el enojo que deja traslucir Hannah Arendt en su comentario: “Kant, desde luego, jamás intentó decir nada parecido. Al contrario, para él, todo hombre se convertía en un legislador desde el instante en que comenzaba a actuar; el hombre, al servirse de su ‘razón práctica’ encontró los principios que podían y debían ser los principios de la ley.” (8). Más que la encarnación del imperativo categórico, Eichmann era el prototipo del burócrata encapsulado en su rutina al que delataba un lenguaje reducido a clichés y a frases hechas que, tras haber sustituido la voz de la conciencia por la voz del Führer, era incapaz de pensar por sí mismo para distinguir el bien del mal; en otras palabras, había embotado su facultad de juzgar.

 

    Entonces, si no todas las leyes son, por ser leyes, merecedoras de respeto y de obediencia, ¿cuáles sí lo son? Como vimos antes, Kant no dirá qué hay que hacer o cuáles leyes hay que obedecer, pero sí cómo podemos detectarlas, para lo cual, como estamos viendo, se requiere una facultad de juzgar bien formada. Será buena una acción cuando nuestra razón se reconozca en ella, esto es, la reconozca como hija suya. ¿Y cuál es la prueba del ADN correspondiente, ésa que hay que aplicar para que, sin lugar a dudas, pueda afirmarse que la acción es moralmente buena? No hay que buscar muy lejos ni ser experto en saberes complejos o arcanos; cualquier ser racional –pues “es cosa que compete a todos los hombres, incluso al más vulgar” (FMC, 42)- la tiene al alcance de su mano o, mejor dicho, de su razón: “Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo; incapaz de estar preparado para los sucesos todos que en él ocurren, bástame preguntar: ¿puedes querer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, en una legislación universal posible” (FMC, 41-42). Por tanto, nos encontramos con que nuestra voluntad ha de adoptar como máxima suya, como principio de su querer, la de obedecer siempre a la ley, aunque ello vaya en contra de las propias inclinaciones. Pero ¿a qué ley? No todas las leyes son respetables, como acabamos de ver. Para detectar las que sí lo son, hay que elevar la máxima que orienta la acción al rango de ley universal. Si esto no es posible, significa que la máxima no es universalizable ni, por lo tanto, moralmente buena la acción inspirada por ella. Ejemplo: decido no cumplir una promesa porque me incomoda hacerlo; ¿está bien o mal?; unos dicen que está mal porque hay que cumplir las promesas y otros que está bien porque hay que hacer lo que a uno le apetezca; ¿qué hago?; empezaré por reconocer la máxima que guía mi acción y después la elevaré a ley; la máxima dice más o menos: “cuando cumplir una promesa acarrea incomodidades, uno está exento del deber de cumplirla”; la elevo a ley: “todo el mundo está exento del deber de cumplir una promesa si ello le acarrea incomodidades”. ¿Qué ha pasado? Que una promesa que uno no está obligado a cumplir ha dejado de ser una promesa, se ha autodestruido. Por tanto, dejar de cumplir una promesa es moralmente reprobable.

¡CUIDADO! Irresponsables trabajando

 

    Pero, ¿existe algún ejemplo de que alguna vez alguien haya cumplido su promesa movido únicamente por el respeto a la ley, y no por algún otro motivo? No, es imposible presentar con absoluta evidencia una prueba como ésta. Siempre cabe sospechar algún otro motivo, incluso inconsciente para el propio agente moral, como, por ejemplo, el temor a la vergüenza, con lo que empíricamente no se puede evitar “recelar siempre que todos los que parecen categóricos puedan ser ocultamente hipotéticos” (FMC, 55). Por lo tanto, si no puede quedar zanjada la cuestión por la vía empírica, “tendremos que inquirir enteramente a priori la posibilidad de un imperativo categórico”, esto es, de un “mandato incondicionado” que no le deje a la voluntad la opción contraria. Sólo éste “se expresa en LEY práctica”, mientras que “los demás imperativos pueden llamarse principios, pero no leyes de la voluntad” (FMC, 56). Por la vía a priori habrá que buscar la solución al problema que al inicio de estas páginas mencionábamos, el de aclarar el concepto de obligatoriedad, oscuro o carente de evidencia.

 

 

3. La coerción del imperativo

 

Pero hay otras dificultades, además de la que acabamos de señalar relativa a la vía de acceso; así, ésta: cómo hay que pensar la coerción (fuerza de obligación) de la voluntad expresada por el imperativo categórico; es decir, cómo pensar la fuerza con la que el imperativo categórico obliga a la voluntad; se trata, en otros términos, de la dificultad relativa al tipo de proposición en que éste se expresa: una proposición sintético-práctica a priori. a) Es sintética. Veamos cuál es la proposición de los imperativos hipotéticos. En éstos, el acto por el que la voluntad quiere los medios (por ejemplo, poner tapones de corcho a las botellas de vino) viene implícito en el hecho de querer los fines (por ejemplo: que el vino se conserve en buen estado): querer los fines implica querer los medios que conducen hasta ellos; en este sentido, es decir, atendiendo al “fundamento para hacer real el acto de la voluntad” (FMC, 53), atendiendo a la razón por la que la voluntad haya de querer hacer algo (poner tapones de corcho), hemos de reconocer que el imperativo es analítico, pues “el imperativo saca ya el concepto de las acciones necesarias para tal fin del concepto de un querer ese fin”: del fin que quiero -conservar el vino en buen estado- se deriva la necesidad de querer también taponarlo con corcho; dicho con pocas palabras, “es, en lo que respecta al querer, analítica” (ibid.). ¿Cuál es pues el fundamento de que los imperativos hipotéticos ordenen “hacer real el acto de la voluntad”? Ese fundamento consiste en que la acción mandada depende del fin propuesto hasta el punto de que querer el fin implica necesariamente querer el medio que lleva a él. A diferencia de éstos, los imperativos categóricos son proposiciones sintéticas, pues en ellos “la necesidad representada objetivamente no puede asentarse en ninguna suposición previa” (FMC, 55), es decir, en fin alguno que supuestamente cupiera alcanzar si se hiciera lo mandado.

 

    A pesar de esto, no hay que dejarse engañar por una suerte de espejismo, ya que el que los imperativos hipotéticos sean proposiciones analíticas no significa, con todo y con eso, que manden con necesidad estricta, es decir, que sean auténticos imperativos. ¿Por qué? Porque su mandato no es absoluto o incondicional (y por ello no es una ley práctica, no es una ley de la voluntad): si no quiero el fin (conservar en buen estado el vino), desaparece la fuerza con que manda el imperativo (poner tapones de corcho en las botellas). Que sean analíticos significa pues que el medio y el fin están unidos necesariamente entre sí, pero no que el fin sea necesario o tenga que ser querido necesariamente: “porque lo que es necesario hacer sólo como medio para conseguir un propósito cualquiera puede considerarse en sí mismo contingente [no necesario], y en todo momento podemos quedar libres del precepto con renunciar al propósito...”. En cambio, la característica del imperativo moral es que manda sin condiciones, de manera absoluta: “... mientras que el mandato incondicionado –añade Kant- no deja a la voluntad ningún arbitrio con respecto al objeto y, por tanto, lleva en sí aquella necesidad que exigimos siempre en la ley” (FMC, 56); es la suya, pues, una necesidad estricta. Son sintéticos porque –repetimos- “la necesidad representada objetivamente no puede asentarse en ninguna suposición previa” (FMC, 55), cosa que, en cambio, sí sucede en los hipotéticos. Ello significa que la voluntad percibe la acción mandada por el imperativo como directamente necesaria (o necesaria en sí misma), no indirectamente necesaria (necesaria para, por ejemplo, conservar el vino en buen estado); o, lo que es lo mismo, pero esta vez en los términos con que Kant explica en una nota al pie de página qué entiende por proposición sintético-práctica: en ésta, “enlazo con la voluntad, sin condición presupuesta de ninguna inclinación, el acto a priori y, por tanto, necesariamente (aunque sólo objetivamente, esto es, bajo la idea de una razón que tenga pleno poder sobre todas las causas subjetivas de movimiento). Es ésta, pues, una proposición práctica, que no deriva analíticamente el querer una acción de otra anteriormente propuesta (pues no tenemos voluntad tan perfecta), sino que lo enlaza con el concepto de la voluntad de un ser racional inmediatamente, como algo que no está en ella contenido” (FMC, 56, nota 1). ¿Por qué califica Kant esa necesidad de objetiva solamente, y rechaza que el acto sea subjetivamente necesario? Que la necesidad con la que se presenta un mandato moral sea objetiva significa que este mandato es de obligado cumplimiento, con independencia de que al sujeto moral se lo parezca o de que le apetezca: éste, movido por sus inclinaciones, puede no ver que lo mandado sea necesario, puede no percibir que sea obligatorio, sin que ello mengüe la necesidad de lo mandado. Por esta razón dice Kant que la nuestra no es una voluntad santa: porque sus preferencias subjetivas o personales no se identifican con las que objetivamente deberían ser. Por lo tanto, el acto se le impone como necesario a la voluntad directamente, es decir, sin tener en cuenta ningún supuesto previo: ni las inclinaciones del sujeto ni ningún otro fin externo, como en los preceptos técnicos. b) Es práctica porque se refiere a la voluntad y a sus acciones: las guía (las ordena, las manda), no las describe ni explica (esto último es tarea de la psicología empírica). c) Y es a priori. ¿Por qué? Porque manda con una necesidad absoluta y, si fuera a posteriori, sería contingente.

 

¿Qué deber es realmente universalizable: cuidar el negocio o cuidar la amistad?

 

    Ya tenemos: 1) que la auténtica ley es el imperativo categórico –y no los imperativos hipotéticos-; 2) que el imperativo categórico es a) sintético, b) práctico y c) a priori –y no analítico ni explicativo ni a posteriori-. ¿Qué nos falta? Nada más -y nada menos- saber si este tipo de proposiciones es posible, tarea ardua; escribe Kant:

“y puesto que el conocimiento de la posibilidad de esta especie de proposiciones fue ya muy difícil en la filosofía teórica [a propósito de la objetividad del conocimiento científico], fácilmente se puede inferir que no lo habrá de ser menos en la práctica [a propósito de la obligatoriedad de la acción moral]” (FMC, 56).

 

¿Qué hacer? Empezar por intentar hallar en el concepto mismo de imperativo categórico la fórmula “que contenga la proposición que pueda ser un imperativo categórico” (ibid.). Después, una vez obtenida la proposición, es decir, una vez que ya sepamos “cómo dice, todavía necesitaremos un esfuerzo especial y difícil para saber cómo sea posible este mandato absoluto, y ello –anuncia Kant- lo dejaremos para el último capítulo” (ibid.) -adonde nosotros no llegaremos-. Veamos, pues, si es posible obtener esa fórmula a partir del correspondiente concepto.

 

 

4. El imperativo categórico

 

Empecemos por el concepto de imperativo hipotético. ¿Qué ordena un imperativo hipotético? No podemos saberlo, pues dependerá de cuál sea el fin perseguido: si es aprobar esta asignatura, el imperativo será “estudia” (condición: si quieres aprobar la asignatura). Kant lo dice así: “no sé de antemano lo que contendrá” (ibid.). ¿Y el categórico? Éste sólo contiene: a) la ley -sin ninguna condición que la limite: es pues una ley universal- y b) la “necesidad de la máxima de conformarse con esa ley”; por lo tanto, lo que el imperativo categórico impone es que la máxima se ajuste a dicha ley. Aclaremos los términos. I) Kant llama máxima al “principio subjetivo del obrar”, y subraya que “debe distinguirse del principio objetivo” (o ley práctica); es la regla conforme a la cual actúa el sujeto, regla que tiene en cuenta las circunstancias y las condiciones de éste (sus inclinaciones e incluso su ignorancia); en este sentido, su coerción está limitada por estas características del sujeto; es el principio subjetivo y, en este sentido, es el principio según el cual obra el sujeto. II) En cambio, la ley práctica obliga sin tener en cuenta las condiciones del sujeto (así, la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento); obliga pues incondicionalmente y de modo universal por tanto; es, en consecuencia, el principio objetivo y, como tal, es el principio según el cual  debe obrar el sujeto.

 

 

a) Primera formulación: poder querer la universalidad

 

    Así, Kant dice:

“Como el imperativo [categórico], aparte de la ley, no contiene más que la necesidad de la máxima de conformarse con esa ley, y la ley, empero, no contiene ninguna condición a que esté limitada, no queda, pues, nada más que la universalidad de una ley en general, a la que ha de conformarse la máxima de la acción, y esa conformidad es lo único que el imperativo representa propiamente como necesario” (FMC, 56-57).

 

De ahí que el imperativo sea único y diga: “obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal” (FMC, 57). Ésta es la fórmula principal del imperativo categórico, y lo que hay que averiguar es si de él “pueden derivarse, como de su principio, todos los imperativos del deber” (ibid.). Si se pudieran derivar, se vería qué quiere decir el concepto de deber, y para ilustrarlo Kant propone cuatro ejemplos (en los que no nos vamos a detener). Ahora bien, antes de pasar a esos ejemplos, Kant ofrece otra expresión de esta primera fórmula del imperativo categórico: “Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza” (ibid.). ¿Cómo se pasa de una expresión a la otra? En la fórmula principal, la primera, el peso recae sobre la máxima, sobre cómo ha de ser ésta: ha de ser tal que el sujeto pueda querer (es decir, que al sujeto le sea posible querer sin contradicción) que se convierta en ley universal. Si, como hemos visto que escribe Kant, “esa conformidad [de la máxima con la universalidad de la ley] es lo único que el imperativo representa propiamente como necesario”, la máxima ha de ser susceptible de universalización, de lo contrario, por mucho que la voluntad quisiera universalizarla, sería imposible: “Hay que poder querer que una máxima de nuestra acción sea ley universal: tal es el canon del juicio moral de la misma, en general” (FMC, 59; Kant es quien subraya). Ahora bien, ¿qué significa precisamente decir que “puedas querer que se torne ley universal(9).

 

b) Segunda formulación: el fiat de la voluntad a la ley

 

    Para responder, aclaremos qué significa “ley universal”, cosa que hace Kant cuando escribe: “La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes naturales” (FMC, 57). Por tanto, que sea posible universalizar la máxima, y así elevarla al rango de ley objetiva, implica, para el sujeto moral, que éste quiera esa máxima por lo que ésta tiene de universalizable, es decir, por lo que tiene de ley, por lo que tiene de incondicional o de obligatorio; que la quiera porque obliga con la misma fuerza con la que obligan las leyes de la naturaleza, sin “dejarle a la voluntad ningún arbitrio con respecto al objeto” (sin dejarle a la voluntad otra alternativa que la de obedecer el mandato). ¿Qué otra cosa, en efecto, le queda al tiesto que se desliza por el alféizar de la ventana sino caer? ¿Cabe acaso ni tan siquiera imaginar otra posibilidad? Pero entonces ¿no queda anulada la libertad del sujeto moral al convertir la ley práctica en ley de la naturaleza, esto es, al equiparar al hombre con el tiesto del ejemplo? No, por una razón: porque es la misma voluntad (la misma razón práctica, no el capricho individual) la que quiere otorgarle una fuerza así, similar a la de la naturaleza: “Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza”. Ésta es la razón por la que denomina a esta nueva expresión “imperativo universal del deber”, porque el deber, el auténtico deber (el que manda categóricamente, sin reservas, condiciones ni apaños), no admite excepciones, como tampoco las admite la naturaleza. Sólo que, en lo que a moral se refiere, es la voluntad la que, por su querer, convierte a la máxima susceptible de universalización en ley tan estricta como una ley natural (cosa que no sucede en la naturaleza: no es de la voluntad de la que depende que los graves caigan y lo hagan con una velocidad uniformemente acelerada). En moral, es necesario un fiat (“hágase”) de la voluntad que, en la naturaleza, no cabe ni sospechar. En resumen, mientras que el peso de la primera formulación recae sobre la máxima, el de la segunda recae sobre el consentimiento de la voluntad.

 

    ¿Qué tenemos hasta ahora? 1) Que el deber ha de expresarse únicamente en imperativos categóricos; 2) que el principio de todo deber debe encerrar el contenido del imperativo categórico. ¿Qué nos falta? Lo que nos falta es saber si un deber así existe, esto es, si existe el imperativo categórico, si “hay una ley práctica que manda por sí, absolutamente... y que la obediencia a esa ley es deber” (FMC, 60). ¿Cómo averiguarlo? Ya lo vimos: la demostración tiene que ser a priori. Si se derivara de algo empírico, aunque fuera de la propia naturaleza humana, al quedar el deber condicionado por ésta, no sería universal, no valdría para todos los seres racionales, única justificación ésta de que “[haya] de ser ley para todas las voluntades humanas” (ibid.). Más aun, cuantas más inclinaciones adversas tenga que superar el sujeto moral sin que, con ello, pierda vigor la ley, “tanto mayor será la sublimidad, la dignidad interior del mandato en un deber” (ibid.). Esto significa que no es ajeno a la libertad humana el conflicto entre el deber universal y la inclinación personal, conflicto duro y de dudoso resultado para la libertad humana, porque el deber, aunque mande, lo hace con argumentos, razonadamente, de modo no violento (la acción que es objetivamente necesaria –que debe ser hecha-, subjetivamente es contingente –puedo no hacerla-), mientras que la inclinación es un ímpetu violento, más aun, es una tendencia que ya me está arrastrando cuando la voz de la razón me manda hacer algo –juega, pues, con ventaja-. La filosofía desempeña en este punto una función de vigilancia ineludible:

 

“ha de demostrar su pureza como guardadora de sus leyes, no como heraldo de las que le insinúe algún sentido impreso o no sé qué naturaleza tutora... [El] valor propio y superior a todo precio de una voluntad absolutamente pura consiste justamente en que el principio de la acción esté libre de todos los influjos de motivos contingentes, que sólo la experiencia puede proporcionar” (FMC, 61).

 

    La pureza de la filosofía radica en la pureza de las leyes que “guarda”, es decir, en la autonomía de las mismas; en suma, la filosofía ha de velar por que la razón quede libre de la tutela de cualquier instancia externa a ella. Sólo así el hombre alcanzará la “mayoría de edad”, que, en palabras del propio Kant, significa ser capaz de servirse del propio entendimiento sin cobardía ni pereza, esto es, sin tutela alguna: tal es la meta de la Ilustración, la emancipación de la razón de los prejuicios, las inclinaciones y, en general, los poderes que la sojuzgan.

 

 

c) Tercera formulación: la naturaleza racional es un fin en sí mismo

 

    Esta emancipación provendrá –según veíamos- de que el hombre adopte como deber una necesidad práctico-incondicionada, es decir, una ley práctica, obligatoria universalmente por valer para todos los seres racionales –y no por derivarse de los rasgos peculiares de la naturaleza humana-. Por tanto, se trata ahora de averiguar si “es una ley necesaria para todos los seres racionales juzgar siempre sus acciones según máximas tales que puedan ellos querer que deban servir de leyes universales” (ibid.). Si no fuera así, dicha ley no sería universal, al quedar circunscrita al ámbito humano solo; dejaría de ser una ley práctica, para quedarse en máxima. Pero si se tratara de una ley necesaria, tendría que “estar –enteramente a priori- enlazada ya con el concepto de la voluntad de un ser racional en general” (ibid.). Para dar con ese enlace hay que adentrarse en la metafísica de las costumbres, donde lo que hay que averiguar no son los “fundamentos de lo que sucede, sino leyes de lo que debe suceder, aun cuando ello no suceda nunca, esto es, leyes objetivas prácticas” (FMC, 61-62). ¿De qué se trata? “Se trata de leyes objetivas prácticas y, por tanto, de la relación de una voluntad consigo misma, en cuanto que se determina sólo por la razón” (FMC, 62). Ahora bien, si determina su conducta por la sola razón, “ha de hacerlo necesariamente a priori” (ibid.). De lo que se trata precisamente ahora es de averiguar si tal determinación a priori es posible.

 

    Para ello, empecemos por aclarar qué entendemos por voluntad. Ésta “es pensada como una facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes” (ibid.). Recordemos lo que habíamos escrito al final del primer apartado: “¿Cuál es el fundamento que determina a la voluntad a querer algo de modo que este querer sea moral? ¿Los efectos de la acción? No. ¿Los deseos, los impulsos, las inclinaciones de uno? No. ¿Nuestros propósitos? No. ¿La representación racional de la ley? Sí.” La representación de cierto tipo de ley es el fundamento de la autodeterminación de la voluntad. ¿De qué tipo de ley? Desde el principio hemos destacado la decisiva distinción entre dos tipos de necesidad, la problemática y la legal, propia la primera de los medios y la segunda, de los fines. Sólo esta última resulta auténticamente obligatoria, como vimos. Esto significa que el fin ha de ser incondicionado. Pero, ¿qué es un fin? Un fin es aquello con vistas a lo cual la voluntad se decide o se determina, o, en palabras de Kant, “es lo que le sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodeterminación…”. Ahora bien, ¿qué hace de él un fundamento objetivo? Ya lo vimos: el que no esté supeditado a las condiciones subjetivas, es decir, el que sea universalizable o extensible a cualquier ser racional; como Kant dice: “...y el tal fin, cuando es puesto por la mera razón, debe valer igualmente para todos los seres racionales” (ibid.); “puesto por la mera razón” significa: sin atisbo de procedencia externa a ella (por tanto: ni mandatos divinos ni inclinaciones personales ni condicionantes sociales u otros resortes subjetivos), orientada la acción por principios formales pues. La razón ha de reconocer en ese fin un hijo suyo (ya vimos cuál era la prueba del ADN); sólo así es autónoma, es decir, legisladora de sí misma.

 

Juan Miguel Palacios, El pensamiento en la acción. Estudios sobre Kant

 

5) ¿Un fin puramente racional y absoluto?

 

    ¿Existe un fin de estas características: puramente racional, universal, incondicional, absoluto, que, en suma, sea un fin en sí mismo? Si existiera algo así, “en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica” (ibid.). ¿Qué hace Kant? Postula o propone considerar que sí hay algo que tenga valor absoluto: “el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad” (FMC, 63). La valía del hombre como tal está por encima de cualquier consideración de tipo instrumental: no es sólo un medio o un instrumento del que otra voluntad (por ejemplo, otro ser humano) se pueda servir para su propia satisfacción, en perjuicio de su valor como fin en sí mismo. Esto no quiere decir que no nos podamos servir unos de otros: lo hacemos todos los días cuando nos rendimos servicio (gracias al cocinero, comemos; gracias al mecánico, circulamos en coche, etc.), pero esta manera de considerar al hombre como medio ha de supeditarse a la consideración que tengamos de él como fin en sí mismo, que ha de acompañar e imponerse siempre a aquella otra. En el primer caso, lo que dota de valor al hombre es nuestra necesidad o nuestra inclinación (necesitamos comer; necesitamos el coche), con lo cual su valor deja de ser absoluto: está condicionado por nuestras necesidades, vale en relación con nuestras inclinaciones, de manera que, si no existieran éstas, los hombres (y en general cualquier objeto de nuestras inclinaciones) carecerían por completo de valor. Entonces, si el valor de los medios depende de que nuestras inclinaciones se lo otorguen, ¿serán éstas, nuestras inclinaciones, las que gocen de un valor absoluto, como fines en sí mismas? En modo alguno. Escribe Kant: “las inclinaciones mismas, como fuentes de las necesidades, están tan lejos de tener un valor absoluto para desearlas, que más bien debe ser el deseo general de todo ser racional el librarse enteramente de ellas” (ibid.). ¿Por qué razón hay que rechazarlas? Primero, porque no puede saberse cuál o cuáles de entre nuestras inclinaciones son preferibles de modo absoluto, y, segundo y por ello, tampoco son universalizables. En este sentido, páginas antes escribía Kant a propósito de los imperativos de la sagacidad, es decir, de los imperativos relativos a la felicidad y al modo de lograrla:

 

“es imposible que un ente, el más perspicaz y al mismo tiempo el más poderoso, si es finito [como lo es el hombre], se haga un concepto determinado de lo que propiamente quiere en este punto. ¿Quiere riqueza? ¡Cuántos cuidados, cuánta envidia, cuántas asechanzas no podrá atraerse con ella! ¿Quiere conocimiento y saber? Pero quizá esto no haga sino darle una visión más aguda que le mostrará más terribles aún los males que están ahora ocultos para él y que no puede evitar, o impondrá a sus deseos, que ya bastante le dan que hacer, nuevas y más ardientes necesidades. ¿Quiere una larga vida? ¿Quién le asegura que no ha de ser una larga miseria? ¿Quiere al menos tener salud? Pero ¿no ha sucedido muchas veces que la flaqueza del cuerpo le ha evitado caer en excesos que hubiera cometido de tener una salud perfecta? Etc., etc.” (FMC, 54).

 

    Por tanto, ni los objetos de nuestras inclinaciones ni éstas mismas tienen un valor absoluto. Kant denomina cosas a “los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza” y además, por ser irracionales, poseen “meramente valor relativo” (FMC, 63), y reserva el nombre de personas a “los seres racionales..., porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto de respeto)” (ibid.). Afirmar, pues, que los hombres son personas equivale a reconocer su valor absoluto, es decir, a reconocerlos como fines objetivos –y no como fines “para nosotros” o en función de nuestras inclinaciones-: “esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un fin, y un fin tal, que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin para el cual debieran ellas servir de medios” (ibid.). Obsérvese algo que ya habíamos destacado: la consideración del hombre como persona “limita... todo capricho” y no consiente que, en su lugar, se ponga otro fin “para el cual debiera ella servir de medio”: la libertad humana no se identifica con el capricho, sino con la autonomía, es decir, con la autolegislación de la voluntad según un principio que es objetivo por ser racional, esto es, según una ley práctica. Ser libre no significa que al hombre todo le esté permitido: tratarse a sí mismo y tratar al otro (tratar la humanidad en uno mismo y en otro) como mero medio es un ultraje y, como tal, le está prohibido (lo cual –reiteramos- no equivale a que le sea imposible). Por estas razones, las cosas tienen precio, mientras que las personas tienen dignidad.

Kant.- ¡El hombre también debe creer en el hombre!

Dios.- ...¡Buena idea! ¡Pensar en ello representará unas vacaciones para mí!

 

    Estábamos buscando un fin que fuera puramente racional, universal, incondicional y absoluto, en suma que fuera un fin en sí mismo, dado que sólo en él “estaría el fundamento de un posible imperativo categórico”. Por tanto, decir que el hombre como ser racional, y por tanto como persona, es ese fin absoluto, significa que, sin él, cualquier fin sería condicionado y, por ello, contingente. Hallado el fin absoluto, la representación del mismo habrá de servir de principio práctico objetivo de la voluntad. Pero ¿cuál es el fundamento de este principio práctico, es decir, qué es lo que lo hace susceptible de ser querido como ley universal de la naturaleza? Responde Kant: “El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo” (ibid.). Obsérvese: la naturaleza “racional”, no la naturaleza “humana”. Si esta última es fin en sí, lo es por ser racional. Por tanto, la naturaleza racional será reconocida como un fin no sólo por los hombres, sino por cualquier ser racional. De esta manera, respetar la naturaleza humana será un deber universal, porque lo que se respeta en la naturaleza “humana” es lo que tiene de “racional”, esto es, lo que tiene en común con cualquier otro posible ser racional, además del hombre: “Así se representa... también todo ser racional su existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional, que para mí vale” (Ibid.). Como es un fundamento que no vale sólo para mí, sino también para todo ser racional, Kant señala que, en lo que atañe al respeto de la dignidad racional de la condición humana, el principio subjetivo y el principio objetivo coinciden, principio “del cual, como fundamento práctico supremo, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad” (FMC, 63-64). ¿Qué significa que coincidan el principio subjetivo (o máxima) y el principio objetivo (o ley)? Significa, nada menos, que hemos dado con aquella máxima que nuestra voluntad puede querer, sin contradicción, convertir en ley universal, válida no sólo para mí, sino para todos los seres racionales, como exigía la fórmula principal y primera del imperativo categórico: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal” (FMC, 57). Pues bien, el imperativo práctico en el que se traduce el imperativo categórico (el imperativo práctico que recoge en sí la exigencia expresada en el imperativo categórico; el imperativo práctico que es, por tanto, una nueva formulación del imperativo categórico) dice así: “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio” (FMC, 64).

Le encuentro desagradable. Pero aun así voy a ayudarle.

 

    Eso podemos, sin contradicción, quererlo todos los hombres y, cuando el fin irrenunciable de nuestras acciones sea nuestra humanidad (nuestra racionalidad), podremos decir que los ideales ilustrados de Libertad, Igualdad y Fraternidad han llegado a ser las metas de nuestra existencia. Todos los hombres están llamados a reconocerse en este concepto de hombre que quiere su humanidad como un fin en sí mismo. Pero ser libre, el hombre sólo puede serlo entre hombres libres, con quienes puede ejercitarse en el uso público de la razón. El cogito kantiano es, como subrayó Philonenko, plural, social; pensar es lo mismo que pensar en voz alta, en el espacio abierto de lo público, como ciudadano en el mundo: “¿acaso pensaríamos mucho y pensaríamos bien si no pensáramos, por decirlo así, en común con otros, quienes nos hacen partícipes de sus pensamientos y a quienes nosotros comunicamos los nuestros?”, le pregunta Kant al lector de su ¿Qué significa orientarse en el pensamiento?”(1786) (10). En efecto, pensamos a partir de lo que otros han pensado y hecho público (pues aún no logramos adivinar su pensamiento si no lo expresan): ya sea en contra de lo que han expresado o a favor de lo que han dicho, es siempre “en común con” ellos.

 

 

    El aire que respira la razón es la libertad y la igualdad de condiciones para acceder a la misma. De ahí que un deber primordial sea encauzar correctamente la “insociable sociabilidad” característica de los hombres, impidiendo que acabe imponiéndose entre ellos la tendencia a la desigualdad. La condición humana lleva cosido en la piel el deber de mantener y extender la libertad entre los hombres, deber estrechamente ligado al de educarse, es decir, al de formarse como seres capaces de pensar y actuar por sí mismos y dispuestos a hacerlo. Tal es el lema de la Ilustración: “¡Sapere aude! ¡Atrévete a saber! ¡Atrévete a servirte de tu propio entendimiento sin andaderas!”.

* * *

 

NOTAS


(1) I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, tr. de M. García Morente, revisada por J. M. Palacios, ed. preparada por J. Echegoyen Olleta y M. García-Baró, ed. Mare Nostrum, Madrid. Citaremos por esta edición, insertando en el texto la referencia; así (FMC, 55) remite a la pág. 55 de la misma.

(2) Kant, Ensayo sobre la claridad de los principios de la teología natural y de la moral, cuarta consideración, par. 2; citado por E. Cassirer, Kant, vida y doctrina, tr. de W. Roces, F.C.E., breviarios, México, 1968, pp. 274-275.

(3)  Los últimos entrecomillados, en: E. Cassirer, op. cit., p. 275.

(4) I. Kant, Crítica de la razón pura, tr. de P. Ribas, Madrid, 1989, p. 18.

(5) H. Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, tr. de C. Ribalta, ed. Lumen, Barcelona, 1967, p. 45.

(6) Op. cit., p. 196.

(7) Loc. cit.

(8) Op. cit., pp. 196-198.

(9) Hegel entiende que se trata de una contradicción meramente lógica, abstracta, relativa a la “forma de la identidad” del deber, con lo que no se avanza un ápice en la definición del contenido (Lecciones sobre la Historia de la Filosofía III, FCE, México, 1977, p. 446). Juan Miguel Palacios discute la interpretación que Hegel da del imperativo categórico kantiano en “La esencia del formalismo ético”, recogido en su esclarecedor y recomendable El pensamiento en la acción. Estudios sobre Kant (Caparrós Editores, colección Esprit, 2003; ver aquí un fragmento de esa discusión).

(10) Es muy esclarecedora la “Introduction” de A. Philonenko a la tr. francesa de: Kant, Qu’est-ce que s’orienter dans la pensée?, Vrin, Paris, 1978; el cogito plural, en la p. 43.

 

Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?

(I. Kant)

Acerca del Imperativo Categórico

Juan Miguel Palacios

Juan Miguel Palacios

El pensamiento en la acción. Estudios sobre Kant

Caparrós eds., col. Esprit,

2003

"El sistema funciona así": a vueltas con la banalidad del mal

Artículo sobre la película Hannah Arendt, de Margarethe von Trotta

(Agustín Serrano de Haro)