Sobre el carácter formal del imperativo categórico
INCUMPLIR UNA PROMESA:
¿CONTRADICCIÓN LÓGICA O CONTRADICCIÓN REAL?
Juan Miguel Palacios (1942)
En suma: si esta interpretación analítica del imperativo categórico [la que hace Hegel] fuese verdadera, la contradicción invocada por Kant para negar la licitud de una falsa promesa sería una contradicción lógica, que supondría la negación de la identidad real de cualquier promesa. Kant vendría a decir: una promesa falsa no es lícita porque una promesa falsa no es una promesa. Ahora bien, es importante notar que en el ejemplo en cuestión no se discute propiamente la posibilidad moral de una promesa falsa –es decir, de una promesa que podría no cumplirse-, sino más bien la de una falsa promesa –es decir, la de algo que parece una promesa pero que no lo es-. Y si es verdad que, dada la identidad de las promesas, una promesa falsa es algo realmente contradictorio, desgraciadamente no le ocurre lo mismo a una falsa promesa. Su frecuente realidad efectiva es el mejor indicio de su posibilidad.
Y, por otra parte, si la contradicción invocada por Kant fuese tan sólo una contradicción lógica, el conocimiento de las leyes morales podría conseguirse con el solo recurso al principio de contradicción y habría de expresarse, por lo tanto, en proposiciones prácticas a priori de índole analítica. Pero Kant asevera muy explícitamente que no es así y que tales proposiciones a priori son, por el contrario, de carácter sintético-práctico (1); y esta aseveración hace, a mi parecer, realmente imposible la interpretación analítica del imperativo categórico.
Immanuel Kant (1724-1804)
Si no se trata, pues, de una simple oposición de intereses de orden psicológico, ni tampoco de una mera oposición contradictoria de orden lógico, ¿qué otra clase de contradicción puede ser la invocada por el imperativo categórico de Kant?, ¿a qué tipo de imposibilidad se refiere éste propiamente?
Mi respuesta es que se trata de una imposibilidad, no meramente psicológica, ni siquiera lógica, sino más bien real. Que el pensador prusiano se refiere más bien a una suerte de contradicción de la voluntad, a una contradicción real de nuestro querer consigo mismo. Ahora bien, en estricto sentido, es del todo imposible que una contradicción real se dé efectivamente. Por eso, interpretando con dolorida lucidez lo que de hecho nos pasa cada vez que infringimos a sabiendas la ley moral, Kant pone de este modo al descubierto la índole de los opuestos realmente entrañados en ello:
“Si ahora atendemos a nosotros mismos en los casos en que contravenimos un deber, hallaremos que realmente no queremos que nuestra máxima haya de ser una ley universal, pues ello nos es imposible; más bien lo contrario es lo que ha de mantenerse como ley universal. Pero nos tomamos la libertad de hacer una excepción para nosotros (o aun sólo para este caso) en provecho de nuestra inclinación. Por consiguiente, si lo consideramos todo desde uno y el mismo punto de vista, a saber, el de la razón, hallaremos una contradicción en nuestra propia voluntad, a saber: que cierto principio es necesario objetivamente como ley universal, y, sin embargo, no vale subjetivamente con universalidad, sino que ha de admitir excepciones. Pero nosotros consideramos una vez nuestra acción desde el punto de vista de una voluntad conforme enteramente con la razón, y la otra vez consideramos la misma acción desde el punto de vista de una voluntad afectada por la inclinación; de donde resulta que no hay aquí realmente contradicción alguna, sino una resistencia de la inclinación al precepto de la razón (antagonismus).” (2)
Así, pues –volviendo a nuestro ejemplo- lo que asegura Kant es que es realmente imposible querer estas dos cosas a la vez: a) salir prometiendo en falso de un atolladero, y b) que salir así de un atolladero le sea lícito a todo ser racional. Y que esto es imposible porque querer b sería tanto como querer lo contrario de a, y es realmente imposible querer una cosa y su contraria en el mismo sentido y al mismo tiempo, o, dicho de otro modo, querer a la vez lo contrario de lo que se quiere.
Todo depende, pues, de que sea verdad que querer b –es decir, querer que salir de un atolladero prometiendo en falso sea lícito para todo ser racional- sea en realidad tanto como querer lo contrario de a –es decir, querer no salir de ese modo del atolladero-. Y es en este punto en el que Kant –sin pretender fundarse, a la manera del consecuencialismo, en un pronóstico de lo que pasaría basado en la experiencia, y recurriendo sólo a la investigación puramente racional de cuáles son los fines que están prácticamente presupuestos en la volición de un fin determinado (3)-, propone de una manera demasiado lacónica el siguiente argumento, que se podría explicitar así:
Vamos a suponer, por ejemplo, que yo me encuentre en un atolladero económico y que la estrategia imaginada por mí para salir de él sea la de pedir a alguien dinero en préstamo, declarándole de palabra mi intención de devolvérselo, sin tener sin embargo en realidad el menor ánimo de hacerlo. ¿Podría yo querer al mismo tiempo que el obrar de esa manera fuera lícito para todos? Parece que no; pues, si yo quisiera que ello sea lícito para todos, quiero también que eso sea considerado lícito por todos. Pero si quiero que eso sea considerado lícito por todos, quiero también que lo tenga por lícito para todos el posible prestamista. Pero, si quiero esto, quiero, a mi vez, que el posible prestamista no halle garantía alguna para prestar dinero a nadie –puesto que sabe que, en caso de verse en un atolladero del que se piense poder salir prometiendo en falso, a cualquiera es lícito ocultarlo y pedir un préstamo prometiendo falazmente su devolución-. Ahora bien, si yo quiero que él no tenga garantía alguna para prestar nada a nadie, quiero con ello que no la tenga tampoco para prestarme algo a mí, y quiero así con ello que no se me preste nada, lo cual es tanto como querer no salir de este modo del atolladero. Y esto es exactamente lo contrario de lo que yo, por otra parte, quiero, que es salir de este modo del atolladero. Lo no puedo querer al mismo tiempo obrar según esa máxima y que obrar según ella sea válido para todos. Y el que esa máxima no sea universalizable es indicio seguro de que obrar según ella no es en modo alguno obrar de acuerdo con la ley moral.
Así, a mi parecer, lo propio de la Ética formal es invocar de este modo la forma de la ley moral, que es su universalidad, como criterio para conocer cuál es el contenido o la materia de ésta. Y la genuina aplicación de este singular criterio formal mentado en el imperativo categórico de Kant vendría a regirse siempre por esta sencilla regla: si una máxima es ley, la máxima contraria, concebida como ley, haría, no psicológica, ni siquiera lógica, sino realmente imposible todo caso particular de lo que manda, prohíbe o permite.
Manteniéndome sólo en los límites de la investigación de su mero sentido, sin pretender entrar en la de su efectiva suficiencia, no quiero concluir estas consideraciones sin mencionar al menos la cuestión relativa al carácter formal de la Ética de Kant que es a mi parecer más problemática y a la que no he encontrado todavía una respuesta clara. Tal cuestión es la siguiente: la universalidad de una ley moral ¿es tan sólo el fundamento para tenerla por válida, o es también propiamente el fundamento de que tal ley sea válida? O, dicho de otro modo: el que una máxima moral sea universalizable ¿es sólo la ratio cognoscendi o es incluso la ratio essendi de su legalidad? Séame permitido poner punto final así, more socrático, con este signo de interrogación. (Juan Miguel Palacios, El pensamiento en la acción. Estudios sobre Kant, Caparrós editores, colección Esprit, Madrid, 2003, págs. 56-59).
(1) Cf. Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 2. Abschnitt (Ak IV, 420 y nota).
(2) Cf. Op. cit., 2. Abschnitt (Ak IV, 424).
(3) Cf. Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 2. Abschnitt (Ak IV, 417).