¿Es el Humanitarismo el final de la política?

Pierre Manent (1949)

 

Nos tienta decir que la Europa que se está construyendo es esa forma política nueva que representa para el Estado-nación lo que éste representó para la ciudad [griega]. Sin embargo no pienso que ‘Europa’, tal como se edifica desde hace medio siglo, ofrezca tal perspectiva: precisa­mente en cuanto forma política, sigue estando sin determinar. La ambigüedad irresuelta de ‘Eu­ro­pa’ se debe a que designa dos cosas rigurosamente contradictorias: o bien una nueva nación, una grande, muy grande nación, capaz de ser uno de los protagonistas del nuevo siglo, junto con los Estados Unidos, China, etc.; o bien todo lo contrario, no un nuevo cuerpo político, sino la insti­tucionalización del final de lo político, la reducción de la vida común a los derechos y a las reglas de la sociedad civil y de la civilización. Me parece que todas nuestras disposiciones nos inclinan hacia el segundo término de la alternativa.

    ‘Europa’ es una promesa política porque promete la salida de lo político, el adiós a lo po­lí­tico. De este modo, escaparíamos de los límites –-y de la decepción-- inseparables de toda forma po­lítica. Todos los elementos que definen la nueva situación, o la situación presente en lo que tiene de nueva, apuntan en la misma dirección: tenemos la sensación de que el mundo se dispone a salir de la era de lo político, para organizarse sin la mediación de lo político, y damos nuestro bene­plácito a este movimiento porque parece prometer la realización final del reco­no­ci­miento mutuo. Esto es algo que ninguna forma política había permitido realizar com­ple­ta­mente; la salida de lo político va a permitirnos realizarlo. Un mundo meta- o post-político se anuncia, un mundo inmediatamente humano.

Es fundamental subrayar el adverbio inmediatamente La humanidad moderna se impacienta con todas las mediaciones. En los siglos anteriores, predemocráticos, el reconocimiento recí­pro­co atravesaba una multitud de formas que era imperativo respetar; eran formas que la condicio­na­ban y que, por lo tanto, la limitaban. La cortesía y las ceremonias desempeñaban un papel político eminente. Había una manera diferente de dirigirse a, y de comportarse con, los hombres y las mujeres, los militares y los civiles, los eclesiásticos y los laicos, los jóvenes y los viejos, los superiores y los infe­riores, etc. La democracia ha ido erosionando progresivamente esas formas, esas me­dia­cio­nes que, al mantener un orden compartimentado y jerárquico, hacían imposible reco­nocer a la humanidad como tal, a la humanidad sin particularización social, sexual, pro­fe­sional, etc. La democracia indaga en todos los ámbitos en pos de esta expresión humana común que significa que pertenecemos, igual que los demás, a la misma humanidad. El comportamiento, el lenguaje, las vestimentas deben manifestar esa inclusión. De lo que se trataba antes era de distinguirse por sus vestimentas, su lenguaje, su conducta; había que mostrar que se era alguien ‘distinguido’ precisamente, en todo caso que se era bien educado, que uno tenía modales, que uno sabía comportarse, etc. Hoy, el imperativo social ha cambiado; por así decir se ha dado la vuelta. Y no es que los seres humanos experiementen en nuestras sociedades menos el deseo de dis­­tinguirse: este deseo parece inscrito en la naturaleza moral del hombre. Pero hoy uno se dis­tin­gue mostrando su aptitud para usar el lenguaje, la vestimenta, por las pintas, que ma­ni­fies­tan esa humanidad inmediata, común, natural, informal. Hoy uno se distingue siendo cool.

¿Qué es eso de cool? Aquí hay que prestar atención. Lo cool no es lo contrario de lo distin­gui­do; lo contrario de lo distinguido es lo común, lo vulgar, que puede llegar hasta lo desaliñado. Lo desaliñado sólo manifiesta la ausencia, o eventualmente el rechazo, de las formas elementales de la vestimenta o del gesto. Lo cool manifiesta la presencia inmediata de la humanidad común por encima de las formas, la presencia inmediata de la humanidad que no necesita formas para ser. La camisa que sale por fuera del pantalón es desaliño; la camisa sin corbata, cuyo cuello abierto, libre del nudo cruel, simboliza tan estupendamente la libertad de la naturaleza, es cool. Es­tas cosas de la vida, aparentemente tan superficiales, resultan sin duda reveladoras. Hasta hace bien poco, un hombre político, inclusive en un régimen democrático, debía realzar con su len­gua­je, su indumentaria y su porte general la dignidad de su función, que representaba en último extremo la dignidad y la grandeza del Estado y de la nación. Hoy, lo que debe realzar es dos cosas: primero, por supuesto, que es cool, es decir, como acabamos de ver, que la humnidad común está presente en él de manera inmediata, sin forma alguna que la enmascare y a él lo distinga; en segundo lugar, o al mismo tiempo,  que es humano, compasivo, caring; no que se preocupa en primer lugar por el interés y la grandeza del Estado, sino que es capaz de responder inmedia­tamente al dolor de los demás, con independencia de cualquier consideración política. Un hom­bre político resulta difícilmente elegible hoy si no manifiesta esas dos cualidades, o esas dos carac­terísticas […].

    Estas consideraciones podrían prolongarse y afinarse indefinidamente, por supuesto. Lo que quería resaltar es la fuerza con la que se hace sentir la exigencia de inmediatez. De lo que se trata es de que cada cual, y en primer lugar los hombres políticos que nos representan, haga ver y, por decirlo así, permita palpar su propia humanidad, la cual reacciona de manera inmediata por sim­pa­tía a la humanidad del otro. El fenómeno no se limita a la vida social y política. El deseo, la exigencia de inmediatez tiende a dominar todos los aspectos de la vida democrática moderna. Sería interesante estudiar desde este ángulo el arte moderno, No soy en modo alguno un especialista, así que diré cosas muy someras, pero me parece que su evolución, o el principio de su evolución, también es el de la supresión de las formas y las mediaciones. Tomemos la pintura, cuyo destino ha determinado el del arte moderno en general: la igualación de los géneros, el aban­dono de la perspectiva, el rechazo de las convenciones de la representación; todo ello apunta hacia una experiencia que aspira a ser pura, simple y absoluta: la experiencia que el hombre hace de sí mismo en cuanto creador. Experiencia desgajada del resto de la vida política y social, religiosa e intelectual, experiencia que pretende ser elemental y a la vez total, experiencia que el ser humano hace de su humanidad. Por ello, el arte moderno es esencialmente no figurativo. Para­dó­jicamente, es así para ser más puramente humano. El arte figurativo, el arte de la imi­ta­ción y la semejanza, hace eco a las demás experiencias, políticas, sociales y morales, con las que entra en red, con las que comunica, confundiéndose en parte con ellas, por lo que no puede pro­vo­car una experiencia ‘pura’ o pura y simplemente humana. Es comprensible que el arte moder­no les parezca a muchos que conduce al no-arte o a expresiones que nacen de la ‘im­pos­­tura’. En efec­to, su lógica es la de ir suprimiendo cada vez más todo lo que manifieste un tra­ba­jo de ela­bo­ra­ción refinado –los signos de tal trabajo son una especie de ‘figuración’-, la de ir ha­cia el arte ‘bruto’, es decir, hacia la proclamación arbitraria y la presentación inmediata como una obra de arte de una cosa no elaborada.

Podría decirse que, por todas partes, en todos los ámbitos de la vida, el hombre contem­po­rá­neo busca una experiencia inmediata de sí mismo y de la humanidad. Cool, compa­sivo, artista, o más bien ‘creador’, es el mismo deseo o el mismo proyecto el que opera. (Ha­bría podido hablar asi­mismo del rechazo de las mediaciones, y en primer lugar de la dura­ción, en la vida sen­ti­men­tal: la representación contemporánea sustituye la larga y lenta herme­néu­tica del amor por la abre­via­­tura del ‘sexo’.)

En cualquier caso, y aquí confluyen los hilos de la exposición, el gran obstáculo, la gran traba para esta experiencia inmediata es el orden político como tal, porque él es la gran me­dia­ción, o la mediación de las mediaciones.

¿Qué pretendo decir con estas expresiones? Algo muy sencillo que a menudo se olvida o, más bien, se interpreta de manera reductora y negativa. Vemos la relación que lo político mantiene con los otros aspectos de la vida como si fuera una relación externa y esencialmente opresiva. Obser­va­mos que lo político interviene de mil maneras en la vida privada de los ciudadanos, inclui­do el trabajo de los artistas. En el peor de los casos, impone, dicta o en cambio prohíbe, reprime ciertas actividades, ciertas opiniones; en el mejor de los casos, las autoriza, las deja libres, las ‘estimula’ e incluso las ‘subvenciona’. Pero, al hablar de prohibición o de autorización, lo que hacemos es describir una relación externa. En realidad, aunque los fenómenos que acabo de describir no hay duda de que constituyen la materia de la historia política y social, únicamente ofrecen la cara visible, externa. Podríamos decir, de modo más generoso y creo que más exacto, que lo político mantiene unidos los distintos aspectos de la vida humana, tanto la individual como la social. Una forma, un régimen político, es una manera, siempre parcial -es verdad- e inclusive siempre represiva en alguna medida, pero una cierta manera de mantener unidos los diversos aspectos de la vida humana. Lo político permite a las diferentes experiencias comunicar unas con otras, y así las obliga a comunicar cada vez según la forma y el régimen. Por esto decía yo que lo político es la gran mediación o la mediación de las mediaciones: impide que ninguna experiencia pretenda tener la validez absoluta, le impide llenar o saturar el campo social y la conciencia individual, la obliga a coexistir y a comunicar con las otras experiencias. En este sentido, lo político es el guardián de la riqueza y de la complejidad de la vida humana.

    Si este análisis tiene alguna verosimilitud, entonces resulta claro que el hombre democrático que hemos descrito es particularmente hostil al orden político como tal, en la medida en que éste obstaculiza la inmediatez de las experiencias. De hecho, el propio orden político democrático tiene algo de anti-político, puesto que pretende reducir al máximo el lugar de lo político: el político no es más que el representante y el instrumento de los individuos que ‘hacen valer a su gusto su independencia’, como Montesquieu decía de los ingleses. El orden democrático se pro­pone la tarea de preservar la autenticidad de cada experiencia: autoriza y protege. Autoriza y protege cada experiencia y cada libertad, en la igualdad, al menos como principio. Estimula pues cada experiencia para que quiera ser cada vez más auténtica, siempre más inmediata y absoluta. Sólo que no puede evitar frustrarla, pues, mientras que la experiencia querría ser la única autén­tica, él debe proteger las demás experiencias, todas las demás, en igualdad. En este sentido, el orden democrático parece el más pesado porque quiere ser, y sin duda lo es efectivamente, el más ligero.

 

El orden político democrático sigue siendo el gran mediador, pero ejerce esa mediación de una manera paradójica: separando. Como hemos visto, nuestro régimen se organiza en torno a algunas separaciones: separación entre el Estado y la sociedad, separación de los poderes, sepa­ra­ción entre los valores, etc. Y, como acabamos de constatar, le pedimos que proteja la auten­ti­cidad, la pureza, de cada una de nuestras experiencias, es decir su separación de las demás. De ahí, la paradoja que hace un instante resaltaba: que en ciertos aspectos, o al entender de algunos, el orden democrático parece el más pesado cuando está construido para ser el más ligero. Me detengo un momento en este punto.

    Los órdenes políticos predemocráticos siempre son, explícita y oficialmente, coercitivos: se trata de obedecer la ley. Cada experiencia humana sabe que debe tener en cuenta a las demás. Querría ser la única e inmediata y absoluta, pero esa posibilidad no la tiene abierta: está obligada a tener en cuenta a las otras y a participar en una elaboración común regulada por la ley. En el orden político democrático –como acabo de decir- cada experiencia está autorizada a ser lo que es, y protegida en su especificidad y su autenticidad. Por ello mismo se la estimula a que sea única, inmediata y absoluta. Se la estimula pues a rebelarse contra el mismo orden político demo­crático.

Cabe entonces hallar dos posibilidades. O bien se rebela contra el orden político democrático en lo que tiene de democrático, y el sujeto se orienta entonces hacia una forma u otra de proyecto totalitario que acabará con las separaciones: es lo político, ello mismo, lo que se convierte en el objeto y el elemento de la experiencia deseada, de la experiencia inmediata y absoluta. De ahí procede la sobre-politización de los movimientos totalitarios y el gusto de muchos artistas por esos movimientos, al menos en los inicios. O bien la experiencia se rebela contra el orden político democrático en lo que tiene de político, el sujeto alberga entonces el proyecto de salir de lo político con el fin de salir definitivamente del mundo de las mediaciones. El siglo XX ha conocido la o las tentaciones totalitarias. Pero nosotros estamos conociendo la tentación anti-política o humanitaria, tentación ciertamente mucho más suave y, por ello, más tentadora, pero quizá pronto observemos que la despolitización humanitaria no es al cabo más vivible que la sobre-politización totalitaria. […]

 

Hemos encontrado tres desarrollos que van en ese sentido [de abandono de lo político]: el comercio, el derecho y la moral son los tres sistemas, los tres imperios que, cada uno en su registro, prometen salir de lo político. Cada uno en su registro: el comercio, según el realismo prosaico del interés bien entendido; el derecho, según la coherencia intelectual de una red de derechos que se deducen con rigor del hecho de la autonomía individual; y finalmente la moral, según la sublime aspiración de la dignidad humana a la que nos referimos con ese sentimiento puramente espiritual que es el respeto. De suerte que, si consideramos juntos los tres sistemas (comercio, derecho y moral), parece que se afirma irresistiblemente la promesa de un mundo nuevo y completo, a la vez realista e idealista, con que satisfacer el cuerpo, el espíritu y el alma, un mundo nuevo y completo, pero sin política. No se trata de que la política deba desaparecer sin dejar huella, sino que no será ya, no es ya, más que el instrumento de esas tres grandes instancias no políticas, el instrumento del comercio, el instrumento del derecho, el instrumento de la moral. Ya hemos llegado a ese punto.

Lo digo de nuevo: es comprensible que tal perspectiva nos seduzca. Sin embargo, no creo que sea razonable. ¿Por qué? No basta con decir que es utópico y que es imposible gobernar a los hombres o regular sus relaciones simplemente por el comercio, el derecho y la moral, y que el mandato y la fuerza siempre serán necesarios en algunas circunstancias. […] La debilidad interna del nuevo imperio humanitario es más sutil y más profunda de lo que sugieren las críticas mera­men­te realistas.

    Se trata de una debilidad moral. En la acción humanitaria, no sabemos qué hacemos. Pero ¿cómo?, diréis. No hay nada más claro, definido y evidente que el propósito humanitario: salvar vidas, poner fin a atrocidades, etc. Cierto, pero veámoslo con más detalle.

    Para empezar, el principio humanitario guarda silencio acerca de quién ha de actuar. Si úni­ca­mente se tiene en cuenta la urgencia humanitaria, entonces no importa quién es el que está autorizado en principio a ‘intervenir’. En el caso de Kósovo, una alianza islámica habría estado justificada a intervenir, en lugar de la OTAN, para proteger a los musulmanes de Kósovo. O quizá Turquía, que gobernó esas regiones durante siglos. ¿O, por qué no, la vecina Italia? O cualquier país o grupo humano vivamente conmovido por la suerte de los kosovares. En re­su­men, en nombre de la urgencia humanitaria cualquiera está autorizado a hacer cualquier cosa. Dicho con más precisión, el lenguaje del ‘deber de injerencia’ contribuye a restablecer lo que la primera filosofía política moderna denominaba el estado de naturaleza. En el estado de natura­le­za, cada cual está autorizado a juzgar y a castigar las violaciones de la ley de la naturaleza, y ello conduce a la guerra de todos contra todos. La exigencia humanitaria es una exigencia muy real, pero no hay que ocultarse que, abandonada a su sola lógica, significa la guerra de todos contra todos.

    Por lo demás, la guerra humanitaria, o más bien la acción militar con un objetivo humani­tario, necesariamente reviste características específicas que la convierten en un instrumento poco exacto y demasiado aproximado para ordenar las cosas humanas. En una guerra ‘normal’, los objetivos de guerra, determinados por la instancia política, orientan todos los elementos impla­ca­dos en la acción. Si quienes actúan son civilizados, se esforzarán en limitar no sólo sus propias pérdidas, sino también las pérdidas civiles del enemigo. Por supuesto, esta consideración ‘huma­nitaria’ queda subordinada a la consecución de los objetivos de guerra. El problema de la acción militar con un objetivo humanitario es que no está unificada, orientada a un fin, por un objetivo político. Nuestras tropas están en Bosnia y en Kosovo, permanecerán allí mucho tiempo aún sin duda, pero nadie sabe para hacer qué. Puesto que el objetivo político falta, en la acción huma­ni­taria los diferentes elementos de la acción son independientes unos de otros, y cada uno pretende para sí la primacía: por supuesto que se trata de hacer que se pliegue el enemigo, o más bien el criminal, pero también se trata, en igual medida, de evitar pérdidas civiles y asimismo, en igual grado, de reducir al máximo las pérdidas del ejército humanitario. En la práctica, la que acaba impo­niéndose es la tercera exigencia, convirtiéndose así en principal la consideración subor­di­nada. De modo que nos encontramos en esa extraña situación en la que unos soldados tienen como objetivo principal, no el conseguir sus objetivos de guerra, sino el de reducir sus propias pérdidas, si es posible hasta cero. Y, por supuesto, como hemos visto en los bombardeos de la OTAN sobre Serbia y Kosovo, los militares, para reducir sus pérdidas, corren el riesgo de mul­ti­plicar las pérdidas civiles, lo que les pone en contradicción con su objetivo humanitario.

    Esta situación no se debe en modo alguno a que los ejércitos de hoy carezcan de valentía, ni tampoco a las costumbres del ejército americano, sino a la propia lógica humanitaria; más precisa y más profundamente, a la lógica de la compasión. La compasión reducida a ella misma tiene dos efectos: el primero es, con toda seguridad, querer llevar auxilio a quien sufre, hasta el punto de correr el riesgo de ‘morir por Pristina’; pero el segundo es muy diferente, y a la postre contrario. La compasión, al volcar su atención en la vida, el cuerpo, el sufrimiento, aviva en cada cual el deseo de no sufrir y, por supuesto, el de no morir. […] Reducida a ella misma, la compasión conduce únicamente a una acción tímida y veleidosa. En cualquier caso, motivo débil y equívoco, la sola compasión no lograría motivar una acción duradera y coherente. Sobre bases meramente humanitarias no se podrá instaurar ningún orden nuevo satisfactorio.

Gracias a este rodeo, volvemos a hallar el sentido del orden político. Parece menos noble, menos puro, menos humano que el orden humanitario. No es el orden humano universal, no se dirige inmediatamente al hombre en cuanto hombre [sino al hombre en cuanto ciudadano de esta nación o de aquella otra]. Pero, precisamente, permite tejer juntos de manera eficaz el senti­miento de sí y el sentimiento del otro. ¿Por qué? Porque, en el orden político, uno mismo y el otro tienen algo en común: el orden político precisamente, el cuerpo político, la república [res publica] que es cosa común. Como consecuencia de esta institución común, existe en el orden político una especie de confusión activa de uno mismo y el otro; entonces le es posible al individuo olvidarse de sí mismo y sacrificarse, en un sacrificio a la vez egoísta y generoso: el sacrificio patriótico. […] Para que el sentimiento humano tenga fuerza, una fuerza duradera –nos dice Rousseau-, hay que concentrarlo en una ciudad particular. Si lo extendéis a la humanidad entera, es ciertamente más justo y más moral, al menos en principio, pero es mucho más débil, demasiado débil para sostener una asociación humana tolerablemente justa y dichosa.

    La promesa de progreso moral contenida en la sensibilidad humanitaria contemporánea perma­necerá estéril si no sabemos dibujar el marco político dentro del cual pueda producir efectos reales y duraderos. No habrá orden nuevo más que si aceptamos resueltamente las coerciones del orden antiguo, es decir, las coerciones de nuestra condición política. Y estas coerciones comportan, a su vez, una promesa: la de realizar la humanidad del hombre sin ser ilusos, en la verdad de su naturaleza política. (Pierre Manent, Cours familier de philo­so­phie politique; tr. esp. de JMAD).

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