La filosofía como actitud existencial
Miguel García-Baró (1953)
[Hacemos FiLoSOfÍa porque algo nos conmociona y provoca que nos asalten preguntas que no nos hacíamos antes, preguntas que afectan a todo nuestro ser, a nuestra existencia entera. ¿Qué ha pasado para que cambiemos de este modo? ¿Qué congojas y qué preguntas nos asaltan en ese momento de cambio y de lucidez? ¿Cómo vivíamos antes nuestra vida? ¿Cómo la vivimos después? ¿Tendremos la valentía de mirar de frente esta crisis y aguantar con entereza el empuje de su pregunta, o la esquivaremos adormeciendo nuestra conciencia? ¿Tendremos el coraje de admitir que dejamos atrás la infancia y, en adelante, hemos de responder del camino por el que nos aventuremos? Precisamente ahí está en juego la inquietud filosófica. Dos actitudes que, en las viñetas de Quino, quedan representadas por Mafalda y su amiga Susana. Sírvete del siguiente cuestionario para guiarte en su lectura.]
Hacer filosofía es poner en máxima tensión la inteligencia y aun la existencia toda (la sensibilidad, la memoria, la responsabilidad, la imaginación), para tratar de entrar en contacto con la realidad sin velos ni distancias.
Definida así, la filosofía parece un empeño individual y hasta esencialmente solitario; pero sólo lo es por necesidad en sus fases iniciales. En seguida pasa a ser posible y hasta muy deseable que se la viva y se la haga, al menos parcialmente, en diálogo: en el seno de un grupo de amigos que cuenten siempre los unos con los otros y se recuerden mutuamente sus serios deberes para con el conjunto de la sociedad. Al final de este libro veremos cómo justifica Sócrates esta transición de la soledad a la amistad.
Si para entrar en la vida filosófica hay que poner en tensión máxima las fuerzas de la existencia personal, es debido a que ni esta tensión ni, por consiguiente, la filosofía son el modo corriente en el que en principio vivimos. Hay que cambiar de actitud para pasar a la filosofía desde otra actitud anterior. Y sería superficial suponer que este cambio dependa de algún capricho. Tiene que sobrevenir una crisis poderosa en la vida cotidiana para que se suscite la idea de que puede empezar a ser cambiada la actitud general en la que estamos; no digamos para conseguir de veras cambiarla. Tiene que surgir un instante, mejor dicho, un estado, en el que de manera imprevista se nos hace claro que la vida trascurrida hasta entonces fue vivida desde una actitud empobrecida por alguna carencia esencial, de tal modo que este repentino descubrimiento ya no nos permita seguir manteniendo aquella misma forma de vivir con perfecta comodidad, con la total despreocupación a la que estábamos habituados. Vivíamos antes tranquilos; algo ha sucedido que ha interrumpido esa inercia y nos ha hecho ver que nos encontrábamos, seguramente sin haberlo sospechado, en una situación bastante miserable, que en el fondo era insostenible.
Cuando nos afecta un golpe semejante, durante un tiempo no somos capaces de volver a acomodarnos plenamente en ninguna postura vital, por más que lo deseemos y hasta nos lo propongamos. Mientras permanece viva y dolorosa esta inquietud (que sin duda también tiene un lado de gozo y espera, de curiosidad excitada), hay oportunidades de inventar otra manera general de vivir. Estamos seguros en un momento así de que podemos y debemos convertir en actitud nuestra habitual la inquietud misma, puesto que es desde ella desde donde mantenemos la conciencia de que el modo de vivir que hemos abandonado era insuficiente: no se podía continuar así so pena de desperdiciar la vida.
Antes de la llegada de esta inquietud universal (porque concierne a todos los factores e ingredientes de la existencia), seguramente ya también poseíamos muchas verdades; pero jamás habíamos reflexionado sobre su calidad, ni siquiera nos había importado saber si realmente eran verdades. Ahora hemos sido llevados como a un plano más elevado, que no es otro que el de la reflexión acerca de lo que veníamos viviendo y creyendo con tanta naturalidad. Desde esta altura ganada cuando ya nuestra vida había avanzado bastante trecho, sabemos –no faltaba más– acerca de todo lo que ya sabíamos antes, pero además empezamos a saber algo sobre la índole y la calidad de esas presuntas antiguas verdades. Hemos entendido que todas eran de alguna manera problemáticas; que todas eran frágiles, provisionales, porque no las habíamos comprobado auténticamente, sino que procedían vaya usted a saber de dónde: de la gente, de la calle, de nuestra casa. Teníamos antes bajo las plantas un aparente suelo firme; pero resulta que la altura a la que de improviso nos hemos visto trasladados por la vida misma (esta capacidad de reflexión a la que ni podemos ni queremos cerrarnos) es evidentemente más sólida. Y mejor que más sólida: tiene una perspectiva incomparablemente más amplia; es más lúcida, más responsable y libre.
Pero con decidirnos a cambiar nuestra actitud existencial soportando la inquietud y mirándola, por así decir, a los ojos, aún apenas hemos hecho más que arribar a un territorio desconocido. Falta explorarlo en todas sus regiones y falta también reflexionar acerca de él: es decir, escalar una tercera cima todavía más alta y más responsable. Sin embargo, lo que ya no tendremos que hacer es variar una segunda vez (o una tercera, una cuarta…) de actitud. Cuando nos hayamos establecido en la forma de vida que es propia de la filosofía, ella misma nos impulsará a ahondar la crisis, o sea, la crítica, la reflexión crítica. Nos obligará a vivir pensando con toda la amplitud necesaria, hasta abarcar, por ejemplo, a la misma actitud filosófica entre los objetos de la filosofía.
Si consideramos, entonces, en conjunto los momentos sucesivos que acabamos de recordar, vemos que hay para todos nosotros, desde luego, en primer lugar la entrada misma en la existencia, la llegada a ella, si así puede decirse, que es inmemorial: nadie se acuerda de haber nacido. Sigue una fase de acomodación a la vida, de absorción de hábitos que ya estaban ahí, desde antes de nuestro nacimiento, en la familia, el barrio, la escuela. Y a esta segunda fase le sucede un día una ruptura tajante, inopinada, para la que no se estaba preparado, que no se esperaba más que, a lo sumo, barruntando muy oscuramente que algo así como una perturbación enorme podía ocurrirnos alguna vez, a nosotros, que vivíamos tan tranquilos, sumergidos en el mundo donde nacimos. Esta sorprendente herida tan honda en la existencia, este despertar a la seriedad y el interés auténticos de las cosas reales, no hay derecho a que se nos olvide. Y, efectivamente, jamás se nos olvida por completo.
Una vez que esta crisis se ha producido, caben dos posibilidades: tratar de hacernos incómoda y apasionadamente a la inquietud, o tratar de acallarla distrayéndonos de ella. En los dos casos, pero mucho más en el segundo, pasamos a vivir como rotos, partidos en dos. En la medida en que damos la espalda a la inquietud reflexiva y a la auténtica pasión por vivir despiertos, nos quedamos en algo que remeda muy malamente la perdida e irrecuperable paz de la primera infancia: procuramos adoptar adrede y permanentemente la actitud de no preguntarnos con radicalidad sobre la existencia, de no reflexionar acerca de todas las cosas que entran en ella, aunque por dentro nos sintamos amenazados por el mismo hecho de esta falta de valentía. De vez en cuando no conseguiremos evitar los asaltos evidentes de la inquietud. Habrá una serie mayor o menor de nuevas crisis, que supondrán otras tantas oportunidades de variar de actitud o de que, por el contrario, nos encastillemos en la cobardía por la que nos hemos decidido en un principio, con el consiguiente aumento constante de la mala conciencia, del secreto desacuerdo con nosotros mismos. La paz de antes de habernos encontrado con el hecho innegable de que la vida es enigmática y de que también lo es la felicidad, nunca se puede restituir íntegra por el camino de empecinarse en negar lo que de sobra sabemos en el fondo. Si, en cambio, procuramos vivir reflexiva y apasionadamente en la inquietud y explorar qué nos entrega y cómo evoluciona, aunque nos sea difícil y aunque recaigamos con frecuencia en los hábitos a los que hemos dado ya la espalda, es posible que por el decidido esfuerzo que realizamos se vaya reduciendo la inquietud. Ocurrirá en formas que no nos está permitido sospechar, y menos esbozar, antes de haber vivido realmente la vida de la filosofía por un tiempo suficientemente largo. En cualquier caso, la distracción y la amenaza solapada no serán el modo en el que sintamos la vida. No estaremos tan rotos por dentro como en la alternativa de resolver no pensar, no trabajar en la búsqueda de la verdad.
Y es que de lo que se trata, en sustancia, es del inolvidable descubrimiento del misterio que en sí es vivir. Nos hallamos existiendo, sin duda, pero no comprendemos suficientemente el sentido que tiene este hecho fundamental; no sabemos nada cierto de su origen y su destino; sobre todo, es claro que nos espera en cualquier instante la muerte, o sea, que la existencia, además de misteriosa en sí misma, es precaria. ¿Y acaso habrá alguna muerte que llegue cuando ya todo esté hecho y se haya alcanzado la plenitud de todos los secretos posibles de la vida? En cuanto sobrecogen literalmente al niño el carácter enigmático y fragilísimo de la vida, la inseguridad de la dicha, la evidencia de la muerte, la preocupación por la suerte de las personas a las que quiere, se despierta en él la posibilidad de vivir ya siempre anhelando sabiduría y bien, en un estado de alerta hasta entonces desconocido. No es tanto una desconfianza como una exigencia de lucidez, un amor que teme verse defraudado y, al mismo tiempo, un deber ardiente respecto de la verdad de las realidades en las que está de hecho apoyándose la vida.
La verdad, el amor y la responsabilidad son, pues, los ingredientes esenciales de la filosofía: sus temas a la vez que su vida peculiar. La filosofía es la meditación apasionada de la verdad en la máxima responsabilidad: la vivencia reflexiva, y a la vez ardiente, de la verdad y la responsabilidad radicales.
La crisis a partir de la cual la vida se escinde y así, realmente, empieza a ser lo que será hasta la muerte, es el acontecimiento mismo de la salida de la infancia. Etimológicamente, el infante es el que no habla; y este origen de la palabra se adecua a los hechos perfectamente, porque la inquietud radical nos llena de pronto la boca de preguntas y, por lo mismo, llena de respuestas las bocas de cuantos nos rodean. Nos hace realmente hablar por vez primera, podría decirse, y por lo mismo nos permite empezar a escuchar. Suele haber todavía más respuestas volcadas por los demás sobre nosotros que preguntas nuestras; pero, en cualquier caso, a partir de la conmoción que pone fin a la infancia, se habla. Se habla consigo mismo, con los demás, con la realidad impersonal y con lo divino. Se habla, se piensa, se ama, se busca, se entra en los trabajos de la libertad y en las disyuntivas de la valentía.
Por más que hable y se le hable, el recién salido de la infancia, el recién nacido a la existencia en su dificultad, su amenaza, su inquietud y también su verdad y su bien, no dispone de suficientes palabras. Le faltan experiencias y conceptos, luego también expresiones. La brusca despedida de la infancia sigue estando hecha más de silencio que de auténticas palabras, sea cual sea el volumen de ruido que despertemos a nuestro alrededor. Tanto más difícil es saber vivir aferrado a la inquietud en esa época de necesidad y pobres recursos. Es tiempo de sufrimientos y alegrías que no se pueden abarcar ni entender del todo. Tiene cada cual que tener entonces paciencia en las circunstancias más apuradas, porque necesitamos literalmente recorrer mucho mundo para alimentar como es debido al pensamiento.
Surge, desde luego, claro y potente, el único proyecto sensato: iremos a conocer todas las cosas, leeremos todos los libros del mundo, aprenderemos de todos los sabios que hayan existido en toda la historia. ¿Cómo se podrá vivir sin verdad? Pero hay que tener una paciencia enorme, terrible, o este plan tan inteligente en su locura se perderá muy pronto de vista. Más bien, lo que hay que conseguir es dejar resonar largamente en el sentimiento cuanto se ha vivido en la herida inicial y cuanto se va descubriendo luego. Los conceptos y las palabras apropiados vendrán con los largos viajes por el mundo.
Cuando nos dejamos vivir de espaldas a la inquietud reflexiva y la pasión filosófica, sabemos oscuramente que no hay derecho, y que no hay tampoco auténtica felicidad en lo que hacemos. La distracción peligrosa e infeliz reaparece una y otra vez en cualquiera, y quizá sea la situación habitual de muchas vidas. Tenemos que rescatarnos reiteradamente de ella para lograr vivir de las fuentes de las cosas y del sentido: para afrontar el peligro, que es la única forma de poder esperar vencerlo. Cuando alguien cambia su actitud, pasa, por decirlo de alguna manera, de la superficie de su vida, de la situación superficial, a lo que una antigua metáfora muy comprensible llama las raíces y fundamentos de su existencia y, en general, de la existencia: a la situación fundamental.
Es perfectamente posible instalarse voluntariosa y pacientemente en lo fundamental desde el momento mismo en que lo descubrimos; pero también es posible cambiar fuerte y libremente de actitud y de situación mucho más tarde. No importa tampoco en este caso que se llegue al trabajo a la hora undécima, penúltima. La cuestión es trabajar, y nada asegura que haber empezado al alba siempre sea llevar ventaja. Lo decisivo es la pasión de la verdad, la tensión de la existencia hacia la realidad y la plenitud de sí misma […]
Y claro que no cabe el mero gusto en asuntos de filosofía. Aunque lo que no interesa intensa y personalmente no es, en realidad, filosofía, ésta se hace pensando y argumentando, y no con solos los sentimientos o alguna clase de fe no meditada cuidadosamente. No tiene sentido aceptar o rechazar una posición filosófica sólo porque nos guste o nos disguste. De lo que se trata es de su posible verdad. (Miguel García-Baró, De Homero a Sócrates).