Racionalismo

Características generales

 

 

Si hubiera que definir con un único término la Edad Moderna, aun a riesgo de simplificar escogeríamos el de antropocentrismo, es decir la colocación del hombre en el centro de la realidad. El pensa­miento griego giró en torno a la naturaleza, entendida como Physis y como idea o ousía (naturaleza de la cosa, aquello en lo que ésta consiste --o su consistencia--), y el medieval se reorganizó alrededor de Dios, creador de la Naturaleza (de su orden y de todas las cosas existentes en ella). El moderno elevará al hombre y su Razón a la dignidad de realidad central y, para este fin, acabará desligándolos de toda realidad trascendente, esto es de Dios.

La meta del conocimiento no será contemplar la naturaleza para admirar en ella a su Creador, sino convertir al hombre en su "dueño y señor” (Descartes), esto es dominarla a fin de alcanzar el mayor bienestar posible merced a los beneficios que su rendimiento proporcione, dado que la idea que se va imponiendo es la de que "el conocimiento es poder" (Bacon).

La fiesta de la Razón en Notre-Dame de París el 10 de noviembre de 1793 (Charles-Louis MÜLLER)

 

Este proceso culminará en el siglo XVIII cuando la Ilustración corone a la Razón como "Diosa Razón" en su calidad de árbitro último inapelable y la Revolución de 1789 sea percibida como retoño suyo. Tal es la idea que expresa Robespierre cuando, en la ceremonia constitucional de 1793, se refería a la Revolución francesa ante los miembros de la Asamblea en los términos siguientes: "Los progresos de la razón humana han preparado esta gran revolución, y es a vosotros a quienes corresponde especialmente el deber de acelerarla".

La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830)

 

De entre los fundadores de la Edad Moderna, nos fijaremos en Pico de la Mirándola, Galileo Galilei y René Descartes.

 

VA NACIENDO LA EDAD MODERNA

 

         Ya en el s. XIV, Guillermo de Ockham cuestiona las preten­siones de la Iglesia y la Religión de someter a sus dictados al Príncipe y a la Razón. En el s. XV tenemos a Giovanni Pico de la Mirándola, pensador italiano que escribe, allá por 1485, su  Discurso sobre la dignidad del hombre, que posee, junto a rasgos claramente premodernos, otros acusadamente modernos; su intención no es separar fe y razón, sino integrarlas. Podemos considerarlo un escrito de transición de la época clásica a la moderna.

Giovanni Pico de la Mirándola (1463-1494)

 

         Si lo comparamos con el “Mito de Epimeteo” que Protágoras narra en el diálogo platónico homónimo resalta mejor su originalidad. En ambos relatos, el platónico y el de Pico, el hombre sale desnudo de las manos del Hacedor, viene al mundo privado de una naturaleza propia, de una especificidad que lo defina igual que a los demás seres vivos les define un conjunto de rasgos peculiares. Lo significativo es que este hecho se valora de dos maneras opuestas: como privación y como potencia, respectivamente. Mientras Protágoras ve esa desnudez con los tintes sombríos de la indefensión que condena al hombre a la muerte si no se le enseñan las artes técnica y política, el escritor italiano la interpreta como la fuente de posibilidades que fundan la libertad y la potencia creadora del hombre. Por ello, está cargado de sentido que el sumo Artífice, que no había reservado ninguno sitio en especial al hombre, acabe colocándolo en el centro del mundo. La indeterminación de su naturaleza no significa privación, como en el mito de Epimeteo, sino libertad y poder de creación: 

 

“Tú marcarás tu naturaleza según la libertad que te entregué, pues no estás sometido a cauce angosto alguno… Con tu decisión puedes rebajarte hasta igualarte con los brutos, y puedes levantarte hasta las cosas divinas.” 

 

Dios otorga al hombre nada menos que la potencia creadora propia de Él; comenta Pico: “Le ha dado tener lo que desea y ser lo que quiera”.

         Sin embargo, esta visión del hombre no es plenamente moderna aún, porque la misión que se le encomienda al hombre al ponerle en el centro del universo es la de contemplarlo y admirar su grandeza y su belleza, y no la de dominarlo enseñoreándose de él. En el mundo está “todo ordenado en órdenes sumos, medios e ínfimos”, órdenes que el hombre no está llamado a modificar, sino a “mirar placen­te­ramente”. Esta concepción de un orden intangible para el hombre la comparten el pensamiento cristiano (para el que el mundo está bien según salió de las manos del Creador) y el pensamiento antiguo (para el que el Logos  universal rige tanto el orden subjetivo de la razón como el orden objetivo del cosmos).

 

 

NACIMIENTO DE LA EDAD MODERNA

 

a) Matematización de la Naturaleza: predominio del Razonamiento sobre el dato sensible

¿Hacia dónde caen las piedras? ¿Y el fuego?

 

         Esa concepción del orden irá modificándose paulatinamente, debido a la matematización de la naturaleza propiciada por la nueva ciencia naciente, la Filosofía Natural, posteriormente denominada Física. Para explicar los fenómenos naturales ésta prescindirá de la explicación aristotélica, según la cual la conducta de los cuerpos está determinada por su naturaleza, es decir, por la sustancia predominante en su constitución, dentro del marco explicativo de las causas finales; así, la diferente manera de caer que tienen una piedra y el fuego se debería, en términos aristotélicos, a que ambos desean llegar al lugar que la Naturaleza les tiene asignado y descansar en él: a causa de esta su diferente naturaleza sustancial, la piedra cae hacia abajo, mientras que el fuego "cae hacia arriba", como la experiencia muestra. Aunque Galileo es uno de los artífices de esta revolución científica, aún sigue preso de la suposición aristotélica de que la conducta de los cuerpos se debía a una tendencia interna. La nueva ciencia irá sustituyendo esta explicación de tipo sustancialista-teleológica por otra de tipo funcional. En ésta, por ejemplo, se habla de masa, sin que importe, para entender el movimiento, si se trata de piedras, de agua o de fuego. Esto significa que a esta nueva manera de explicar los fenómenos naturales no le interesa conocer la sustancia del cuerpo que se mueve, que ha quedado reducido a una masa móvil. El comportamiento de ésta queda, por lo tanto, suficientemente explicado al definir numéricamente las relaciones que mantienen entre sí distintas variables o magnitudes, como masa, tiempo, espacio, etc.

Galileo Galilei (1564-1642)

 

A esta nueva manera de explicar los fenómenos naturales subyace una nueva manera de entender la realidad y una nueva manera de entender la relación que con ella mantiene la Razón: para conocer la Naturaleza, ¿qué debe hacer la Razón humana: acomodarse al Orden natural limitándose a contemplarlo o, por el contrario, imponerle a la Naturaleza el orden según el cual ésta tiene que responder a las preguntas que la ciencia le plantea? En otros términos, ¿debe la Razón atenerse pasivamente a los datos de los sentidos o, por el contrario, es la Razón la que les dicta a los sentidos lo que éstos deben escoger como datos? Para entender mejor de qué se trata, observemos uno de los muchos experimentos mentales que efectuó Galileo. Lo importante en ellos no es lo que dicen los sentidos (pues son experimentos mentales, esto es experimentos que Galileo no llevó a la práctica), sino cómo es el razonamiento el que impone qué factores hay que tener en cuenta en un determinado fenómeno natural.

 

El astrónomo Timothy Ferris resume así el razonamiento de Galileo: “Supongamos que una bala de cañón tarda un tiempo deter­minado –digamos dos latidos del corazón (ése era su reloj en esos momentos)- en caer desde la cima de una torre al suelo. Luego cortamos la bala por la mitad y dejamos caer las dos mitades resultantes. Si Aristóteles tiene razón, cada media bola, puesto que sólo pesa la mitad de la bola entera, debe caer más lentamente que la bola original. Por lo tanto, si dejamos caer las dos medias bolas una junto a la otra, deben caer a la misma velocidad relativamente lenta. A continuación atemos las dos mitades con un trozo de cuerda o un mechón de crin. Este objeto o ‘sistema’, como lo llama Galileo, ¿caerá rápidamente, como si supiese que es una bala de cañón reconstruida, o bien lentamente, como si aún se considerase constituida por las dos mitades de la bala?” (1)

        

b) La luz de la Razón alumbra lo real.

 

         Además de ser de una sencillez y una elegancia simpar, el experimento ilustra muy bien cómo la Razón es la que establece cuáles, de los muchos datos que ofrecen los sentidos, son los pertinentes o significativos para el conocimiento. Ella es la que ha pasado a ocupar el centro; como escribe Ortega y Gasset, “al sensualismo de los escolásticos sucede el racionalismo” (2). En efecto, si el principio en el que se fundaba el método aristotélico-escolástico era que “Nada hay en el intelecto que antes no haya estado en los sentidos”, el principio en el que se basará el Racionalismo será, en palabras de Descartes, que “ni la imaginación ni nuestros sentidos conseguirían nunca darnos garantías de ninguna cosa si nuestro entendimiento no interviniera en ella” (Discurso del método, AT-VI, 37). En el frontispicio del Racionalismo habría pues que escribir esta consigna: empecemos aprendiendo ad abducendam mentem a sensibus (a apartar la mente de los sentidos).

René Descartes (1596-1650)

 

¿Qué implicaciones tiene cuestionar la veracidad de los sentidos? La respuesta a esta pregunta se encuentra en el que podemos considerar como el texto fundacional de la Edad Moderna, un libro que Descartes redactó en 1628, pero no acabó ni publicó: las Reglas para la dirección del espíritu. Este escrito es más que una reflexión sobre el modo en el que influye la ciencia moderna en la concepción de la realidad (u ontología); tiene además la pretensión consciente de oponer a la ontología aristotélica otra nueva. La primera regla recoge la tesis sobre la que se cimienta el Racionalismo: la Razón es la que decide qué es lo real. Entenderás mejor el alcance de esta afirmación si la comparas con la afirmación contraria de Gabriel Marcel que puedes leer en el "rincón de la cita".

 

Para la concepción aristotélica, el conocimiento de cada cosa depende de la naturaleza de ésta; es decir, la sustancia que determina qué es cada cosa impone un modo específico de acceder a ella; en otras palabras, el orden de la Naturaleza, conforme al cual las cosas suceden y son lo que son, dicta el orden y la manera en que deben ser abordadas en el conocimiento: el orden natural establece el orden de conocimiento, o dicho al revés: el orden del conocimiento se somete al orden natural. De este modo, el experto en un determinado ámbito de realidad no tiene por qué serlo en otros, al ser de distinta naturaleza unos y otros. De ahí el privilegio de que gozan los sentidos: porque se supone que éstos nos informan de cómo es la realidad, sin que nuestra mente perturbe dicha información, de manera que al entendimiento sólo le queda entonces extraer mediante epagogé o abstracción inductiva lo que ya estaba presente en lo sensible, lo que le era dado en la sensibilidad, en los datos sensibles: “Nada en el entendimiento que antes no esté en los sentidos”.

         Para Descartes, en cambio, ésa es la mejor manera de no acertar nunca. ¿Por qué? Porque, según escribe, 

“todas las ciencias no son otra cosa que la sabiduría humana, que permanece siempre una y la misma, aunque aplicada a diferentes objetos, y no recibiendo de ellos mayor diferenciación que la que recibe la luz del sol de la variedad de cosas que ilumina” (R. I).

 

    Todas las ciencias son una y la misma, la sabiduría humana. ¿Aunque una estudie el mundo inerte y otra los seres vivos, por ejemplo? Incluso así. Descartes está postulando desde esta primera regla la unificación de todas las ciencias, proyecto al que las ciencias no han renunciado. Si nos servimos del símil solar de Descartes, es como si para el pensamiento aristotélico el sol iluminara las cosas con una intensidad y una luz diferentes, ajustadas a la naturaleza de cada cosa. Pero no es así --viene a decir Descartes--, el sol alumbra y calienta con la misma intensidad cuanto se pone a su alcance, y así sucede con la luz del entendimiento: ilumina a todas por igual sin alterarse ella lo más mínimo

 

“Frente a la concreción y a la dispersión en que el universo se presenta ante los sentidos, se afirma aquí la idea de una fuerza fundamental única y común, que se le revela directamente a la concepción pura [sin mezcla de experiencia sensible] de la razón.”, escribe Cassirer (3). Se trata pues de permitir que esa fuerza fundamental, cuya expresión privilegiada es la concepción pura de la razón, se incremente sin cesar; como escribe el propio Descartes: “Si alguien quiere investigar seriamente la verdad de las cosas, no debe elegir una ciencia determinada, pues todas están entre sí enlazadas y dependiendo unas de otras recíprocamente; sino que piense sólo en acrecentar la luz natural de la razón, no para resolver esta o aquella dificultad de escuela, sino para que, en cada circunstancia de la vida, el entendimiento muestre a la voluntad qué se ha de elegir” (Regla I). Por este motivo, “todas las otras cosas –dice Descartes-- deben ser apreciadas no tanto por sí mismas cuanto porque aportan algo a la sabiduría universal” o buen sentido (o Razón).

Nicolas Malebranche (1638-1715)

 

El mundo que se constituye a partir de estas premisas no es ya el mundo de las cosas, sino el “mundo de los conocimientos”, y las fuerzas de que se trata no son “las fuerzas que gobiernan el acaecer natural, sino las reglas que presiden la estructura de la ciencia” (Cassirer), precisamente las reglas del espíritu humano que Descartes aborda en este escrito. Como vemos, la Razón alumbra en los dos sentidos del término, iluminando y concibiendo-pariendo. Es decir, ella decide, según sus propios crite­rios, qué es lo real y qué lo irreal, es decir, qué hay que resaltar de entre cuanto la expe­riencia nos ofrece, como vimos a propósito del experimento mental de Galileo. Entonces, ¿qué aspectos debe resaltar la Razón? O, mejor, ¿qué criterios son los que guiarán el compor­ta­miento de la Razón al ponerse a conocer? Lo enuncia la segunda regla: “ocuparse tan sólo de aquellos objetos sobre los que nuestro espíritu parezca poder obtener un conocimiento cierto e indudable”. ¿Y cuáles son esos objetos? La regla tercera responde: aquellos que “podamos intuir clara y evidentemente o deducir con certeza. A estos objetos susceptibles de intuición intelectual los denominará Descartes “naturalezas simples”. Pero lo importante es comprender que su simplicidad les es asignada por el entendimiento; éste determina qué es una naturaleza simple, en función de que pueda conseguir de ella una “intuición de modo inmediato y por ella misma” (R. VI). Así, escribe:

“Por lo que no tratando nosotros aquí de cosas sino en cuanto son percibidas por el entendimiento, sólo llamamos simples a aquéllas cuyo conocimiento es tan claro y distinto que la mente no puede dividirlas en otras varias que sean conocidas más distintamente: tales son la figura, la extensión, el movimiento, etc.; pero todas las demás, las concebimos compuestas en cierto modo de éstas” (R. XII).

 

Figura, extensión, movimiento: su simplicidad no es la de las cosas existentes, sino la que establece el entendimiento según sus criterios. Como ha escrito líneas antes: 

“en efecto, si consideramos por ejemplo algún cuerpo con extensión y figura, confesaremos ciertamente que, en cuanto a su realidad [a parte rei], es uno y simple: pues en este sentido no podría decirse que, debido a su naturaleza corporal, estuviera compuesto de extensión y de figura, ya que estas partes nunca han existido separadas unas de otras, pero respecto de nuestro entendimiento lo llamamos un compuesto de esas tres naturalezas, porque hemos concebido cada una separadamente antes de haber podido juzgar que las tres se encuentran reunidas al mismo tiempo en un solo y mismo sujeto”.

 

No son simples porque lo sean en la realidad, no son simples, pues, como cosas existentes simples; la realidad en la que son simples es la realidad concebible o pensable (cogitabile), esto es, la realidad construida por la Razón. Ésta es la que, de acuerdo con su propio proceder, dictamina qué elementos son simples, sin tener en cuenta que nuestros sentidos desconocen la existencia de tales “naturalezas simples”; estos criterios son pues principios propios de la Razón o, como dice Descartes, innatos, lo cual no significa que los racionalistas creyeran, como Platón, que el hombre nace conociendo ya esas verdades, sino que la razón viene al mundo dotada de unos principios o criterios que le permitirán distinguir lo verdadero de lo falso, o, mejor dicho, lo cierto de lo dudoso. Por tanto, frente al método silogístico, al que Descartes acusa de estéril, busca un método fecundo, con el que sea posible descubrir nuevos conocimientos. Para ello basta con que orientemos hacia nuevas cosas (esas que nuestra razón puede intuir) nuestra facultad de distinguir lo verdadero de lo falso (lo cierto de lo dudoso), facultad que todos los hombres poseemos por igual.

Baruch Espinosa (1632-1677)

 

Este método está inspirado en el método algebraico de resolución de problemas, en el que las “cosas” (el agua, el depósito, sus grifos siempre goteando y sus grietas siempre por arreglar, etc.) desaparecen para dejar sitio a una serie de relaciones entre magnitudes (8x – 4y = 0; 8x = 4y; x = 4y / 8) que nuestro entendimiento puede captar inmediatamente. Se trata de proceder de modo matemático o more geometrico, como dirá Espinosa, otro gran racionalista: partir de unas definiciones construidas por la razón sin contar con los sentidos (esto es: de forma a priori) y de unos axiomas de los que quepa deducir con evidencia y necesidad una concepción sistemática de la realidad. Como dirá más adelante el gran racionalista Leibniz, el objetivo es hallar la fórmula con la que Dios, el gran matemático, pensó toda la realidad, en todos sus detalles y en todo su devenir (igual que es posible hallar la fórmula de una curva). Lo que de esta manera la razón conoce con evidencia no son las cosas en sí mismas, sino las ideas que el pensamiento tiene de ellas, las representaciones que, según los criterios de claridad y distinción, el entendimiento se construye de las cosas. Descartes y, en general, los racionalistas, rompen la distinción entre natural y artificial hasta entonces vigente, pues precisamente es el artificio del método el que decide acerca de qué es lo natural.

Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716)

 

Ahora vemos que el giro de Descartes es más radical que el de Pico: mientras éste coloca al hombre en el centro del Universo, un centro ya establecido, para Descartes el centro está allí donde la razón lo disponga.

 

         Resumiendo: el Racionalismo es la corriente filosófica que Descartes inicia. Su tesis primordial es que la Razón es la única fuente de conocimiento, y no los sentidos. Para conocer, la razón estipula sobre qué elementos dirigir la atención de nuestra mente y el orden que establecer entre ellos. Los criterios por los que se rige al hacer esto no los aprende de la experiencia, sino que son constitutivos de ella misma (innatismo). De este modo, imitando el proceder de las matemáticas, confía en que será posible un progreso indefinido de todas las ciencias o, lo que es lo mismo, de la sabiduría humana o Razón. Por supuesto, el Racionalismo cuenta con que el mapa que así construye la razón refleja la realidad con mayor fidelidad que el empirismo, sea éste aristotélico u otro. Y sostiene esto porque confía en la bondad de Dios: iría contra la razón pensar que el Ser infinito y perfecto quisiera engañar al hombre cuando éste conoce según las reglas del método. (JMAD)

 

(1) La aventura del Universo. De Aristóteles a la teoría de los cuantos: una historia sin fin, ed. Grijalbo, Barcelona, 1995, p. 74

(2) La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, O.C., t. 8, p. 245.

(3) El problema del conocimiento, FCE, Méjico, 1974, t. I, p. 450.

 

Rincón de la cita

Cuando alcanzamos a comprender lo que al principio nos parecía oscuro, ya sea gradualmente, ya sea, por el contrario, de modo súbito, se hace la luz en nuestro espíritu, y esto es tan cierto para el ciego como para el clarividente. Pero manifiestamente no tendría ningún sentido decir que es el mismo hombre el que produce esta luz, cualquiera que sea el modo en que se intente definir esta producción. (Gabriel Marcel)