¿Está produciéndose una revolución antropológica?
Te presento algunos fragmentos de un ensayista que hoy día goza de bastante éxito, el coreano Byung Chul Han.
Byung Chul Han (1959)
Byung Chul Han denuncia lo que denomina “erosión del otro” y señala que este proceso corrosivo se produce en todos los ámbitos de la vida.
Asimismo, subraya que esa erosión del otro va estrechamente unida a un “excesivo narcisismo de la propia mismidad”, cosa fácilmente entendible, por otra parte.
Todo ello es en realidad un “proceso dramático” que avanza ante nuestros ojos, pero que, “por desgracia, muchos no advierten”.
1) Quiero que recojas los indicadores de la erosión del otro y los del narcisismo del yo que el autor va desgranando desde el inicio de los textos siguientes.
2) A continuación, ordénalos y correlaciónalos en dos columnas enfrentadas.
3) En una tercera columna vas a añadir aquellos rasgos de la condición humana estudiados en los textos anteriores (sobre el medio vital y el círculo funcional, las gramáticas creativas, etc.) que, a tu entender, resulten afectados por los indicadores que Byung Chul Han resalta.
4) Y para terminar, sirviéndote de unos textos y otros, redacta una disertación con el título siguiente: ¿Está cambiando de raíz la condición humana?
Si entiendes que sí, responde si para mejor o para peor. Intenta, para ello, imaginar el tipo de ser humano en que se traducirán esos cambios y, sobre todo, señala aquellos que tú ya detectes, ilustrándolos con ejemplos.
También puede serte útil este otro ensayo del mismo autor: "Poder inteligente".
Algunos fragmentos de Byung Chul Han
Al fin y al cabo, tanto la aceleración del proceso de vida como la pérdida de la capacidad contemplativa remiten a una constelación en la cual se ha perdido la creencia en que las cosas están ahí por sí mismas y así permanecerán eternamente en su modo de ser (So-Sein). La pérdida de facticidad (Defaktifizierung) del mundo las deja sin brillo propio, sin peso propio y las degrada a objetos que se fabrican. Libres de los condicionantes espaciales y temporales, se fabrican y se producen. La facticidad se retrae frente a la producción. El Ser se des-factualiza al convertirse en proceso. (…)
Heidegger ve el peligro de que la técnica moderna des-factualice el Ser en un proceso que se presta a ser dirigido y planificado. El Ser de Heidegger es la contrafigura del proceso. El procedere implica un cambio constante. El Ser, al contrario, no avanza. Más bien oscila en sí mismo y permanece «lo mismo». También ahí reside su facticidad. (...) El proceso avanza hacia una meta. Su teleología es funcional y hace que la aceleración tenga sentido. La eficiencia del proceso se mide en función de la rapidez en llegar a la meta. La aceleración es inherente a un proceso perfectamente funcional. El procesador, que solo conoce procesos de cálculo, se ve sometido a la presión de la aceleración. Se deja acelerar con mucho gusto, porque no tiene ninguna estructura de sentido, ningún ritmo propio, porque está reducido a la mera eficiencia funcional, que registra cualquier demora como una molestia. El ordenador no duda. El cálculo puro como trabajo está estructurado por una temporalidad que no deja lugar a la demora. Desde la óptica del procedere, la demora solo sería una paralización que debería eliminarse lo antes posible. La tranquilidad es, como mucho, una pausa y, desde el punto de vista del cálculo, no tiene ningún significado. En este sentido, Heidegger escribe: «Apresuramiento y sorpresa […] Aquel hace un cálculo. / Esta proviene de lo inesperado. / Aquel sigue un plan. / Esta visita la demora».
La demora contemplativa presupone que las cosas duran. Es imposible demorarse con detenimiento ante una sucesión veloz de acontecimientos o imágenes. (Buyng Chul Han, El aroma del tiempo, 2015)
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El modo de proceder de lo digital es la adición [la suma]. La exigencia de transparencia va mucho más allá de la participación y de la libertad de la información. Anuncia un cambio de paradigma. Es normativo por cuanto su mandato dicta qué es y qué ha de ser. Define un nuevo ser.
Michel Butor, en una entrevista, constata una crisis del espíritu, que se manifiesta también como crisis de la literatura: «No solo vivimos en una crisis de la economía, vivimos también en una crisis literaria. La literatura europea está amenazada. Lo que ahora experimentamos en Europa es precisamente una crisis del espíritu». Si preguntamos a Butor en qué reconoce esta crisis del espíritu, responde: «Desde hace diez o veinte años apenas sucede nada nuevo en la literatura. Hay un diluvio de publicaciones y, sin embargo, nos hallamos en una pausa espiritual. La causa es una crisis de la comunicación. Los nuevos medios de comunicación son admirables, pero producen un ruido enorme».
El medio del espíritu es el silencio. Sin duda, la comunicación digital destruye el silencio. Lo aditivo [lo sumativo], que engendra el ruido comunicativo, no es el modo de andar del espíritu. (…)
El smartphone es un aparato digital que trabaja con un input-output pobre en complejidad. Borra toda forma de negatividad. Con ello se olvida de pensar de una manera compleja. Y deja atrofiar formas de conducta que exigen una amplitud temporal o una amplitud de mirada. Fomenta la visión a corto plazo. Fomenta el corto plazo y la mirada de corto alcance, y ofusca la de larga duración y lo lento. El me gusta sin lagunas engendra un espacio de positividad. La experiencia, como irrupción de lo otro, en virtud de su negatividad interrumpe el narcisismo imaginario. La positividad, que es inherente a lo digital, reduce la posibilidad de tal experiencia. La positividad continúa lo igual. El teléfono inteligente, como lo digital en general, debilita la capacidad de comportarse con la negatividad.
Antes percibíamos nuestro enfrente —por ejemplo, la imagen— prestando más atención a la cara o a la mirada que hoy, a saber, como algo que me mira, que se mantiene en su propio crecimiento, en una autonomía, o en una vida propia; en síntesis, como algo que se mantiene enfrente, o que me graba desde ahí enfrente. Sin duda antes el enfrente poseía más negatividad, más contra que hoy. En la actualidad, desaparece cada vez más el rostro que está enfrente, que me mira, me afecta o que sopla en contra. Antes había más mirada, a través de la cual se anuncia el otro, como dice Sartre. (...)
La comunicación digital es pobre en mirada. (…) El creciente narcisismo de la percepción hace desaparecer la mirada, hace desaparecer al otro. El palpar con la punta de los dedos en la pantalla táctil (touchscreen) es una acción que tiene una consecuencia en la relación con el otro. Elimina aquella distancia que constituye al otro en su alteridad. Se puede palpar la imagen, tocarla directamente, porque ha perdido ya la mirada, la faz. Al tocar con la yema de los dedos, yo dispongo del otro. Alejamos al otro con la punta de los dedos para hacer aparecer allí nuestra imagen reflejada. (…) La pantalla táctil del teléfono inteligente podría llamarse la pantalla transparente. Carece de mirada.
Odile Redon (Silencio, 1911)
No hay rostro transparente. La cara que apetecemos es siempre opaca. Opaco significa, literalmente, sombreado. Esta negatividad del sombrear es constitutiva del apetito. La pantalla transparente no admite ningún apetito, pues en el apetito apetecemos al otro. Justo allí donde está la sombra se da también el brillo. Sombras y brillo habitan el mismo espacio. Son lugares del apetito. Lo transparente no brilla. El brillo surge donde se rompe la luz. Donde no hay ninguna refracción, ninguna fractura, no hay tampoco ningún Eros, ningún apetito. La luz uniforme, lisa, transparente, no es ningún medio del apetito. La transparencia significa el final del apetito. (…)
Hoy las imágenes no son solo copias, sino también modelos. Huimos hacia las imágenes para ser mejores, más bellos, más vivos. (…) El medio digital consuma aquella inversión icónica que hace aparecer las imágenes más vivas, más bellas, mejores que la realidad, que en cambio vemos defectuosa. (…) Las imágenes, que representan una realidad optimizada en cuanto reproducciones, aniquilan precisamente el originario valor icónico de la imagen. (...) Las imágenes hechas consumibles destruyen la especial semántica y poética de la imagen, que no es más que mera copia de lo real. Las imágenes son domesticadas en cuanto se hacen consumibles. (…) El llamado síndrome de París designa una aguda perturbación psíquica que afecta sobre todo a los turistas de Japón. Los afectados sufren de alucinaciones, desrealización, despersonalización, angustia y síntomas psicosomáticos como mareo, sudor o sobresalto cardíaco. Lo que dispara todo esto es la fuerte diferencia entre la imagen ideal de París, que los japoneses tienen antes del viaje, y la realidad de la ciudad, que se desvía completamente de la imagen ideal. Se puede suponer que la inclinación coactiva, casi histérica, de los turistas japoneses a hacer fotos, representa una reacción inconsciente de protección que tiende a desterrar la terrible realidad mediante imágenes. Las fotos bonitas como imágenes ideales blindan a estos turistas frente a la sucia realidad.
Hoy, con ayuda del medio digital, producimos imágenes en enorme cantidad. Esta producción masiva de imágenes puede interpretarse como una reacción de protección y de huida. El delirio de optimización se apodera también de la producción de imágenes. Huimos hacia las imágenes, a la vista de una realidad que percibimos como imperfecta. Aquello con cuya ayuda nos contraponemos a la facticidad, ya sea la de los cuerpos, el tiempo, la muerte, etcétera, ya no son las religiones, sino técnicas de optimización. El medio digital deshace la facticidad.
El medio digital carece de edad, destino y muerte. En él se ha congelado el tiempo mismo. Es un medio atemporal. En cambio, el medio analógico padece por el tiempo. La pasión es su forma de expresión: «La foto corre comúnmente la suerte del papel (perecedero), sino que, incluso si ha sido fijada sobre soportes más duros, no por ello es menos mortal: como un organismo viviente, nace a partir de los granos de plata que germinan, alcanza su pleno desarrollo durante un momento, luego envejece. Atacada por la luz, por la humedad, empalidece, se extenúa, desaparece.» (Barthes)
Barthes enlaza con la fotografía analógica una forma de vida para la que es constitutiva la negatividad del tiempo. En cambio, la imagen digital, el medio digital, se halla en conexión con otra forma de vida, en la que están extinguidos tanto el devenir como el envejecer, tanto el nacimiento como la muerte. Esa forma de vida se caracteriza por un permanente presente y actualidad. La imagen digital no florece o resplandece, porque el florecer lleva inscrito el marchitarse, y el resplandecer lleva inherente la negatividad del ensombrecer. (…)
La topología actual de la conexión digital consta de islas narcisistas de yos, y no de puntos y cruces carentes de mismidad. (Buyng Chul Han, En el enjambre, 2014).
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En tiempos recientes se ha proclamado con frecuencia el final del amor. Se piensa que hoy el amor perece por la ilimitada libertad de elección, por las numerosas opciones y la coacción de lo óptimo y que, en un mundo de posibilidades ilimitadas, no es posible el amor. También se denuncia el enfriamiento de la pasión. Eva Illouz, en su obra ¿Por qué duele el amor?, atribuye este enfriamiento a la racionalización del amor y a la ampliación de la tecnología de la elección. Pero estas teorías sociológicas desconocen que hoy está en marcha algo que ataca al amor más que la libertad sin fin o las posibilidades ilimitadas. No sólo el exceso de oferta de otros otros conduce a la crisis del amor, sino también la erosión del otro, que tiene lugar en todos los ámbitos de la vida y va unida a un excesivo narcisismo de la propia mismidad. En realidad, el hecho de que el otro desaparezca es un proceso dramático, pero se trata de un proceso que progresa sin que, por desgracia, muchos lo adviertan.
El Eros se dirige al otro en sentido enfático, que no puede alcanzarse bajo el régimen del yo. Por eso, en el infierno de lo igual, al que la sociedad actual se asemeja cada vez más, no hay ninguna experiencia erótica. (…) Hoy la negatividad desaparece por todas partes. Todo es aplanado para convertirse en objeto de consumo.
Vivimos en una sociedad que se hace cada vez más narcisista. La libido se invierte sobre todo en la propia subjetividad. El narcisismo no es ningún amor propio. El sujeto del amor propio emprende una delimitación negativa frente al otro, a favor de sí mismo. En cambio, el sujeto narcisista no puede fijar claramente sus límites. De esta forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta sólo como proyecciones de sí mismo [como un espejo donde únicamente se ve él]. No es capaz de conocer al otro en su alteridad ni de reconocerlo en esta alteridad. Sólo allí donde él se reconoce de algún modo a sí mismo hay, para el narcisista, significaciones. Deambula por todas partes como una sombra de sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo.
La depresión es una enfermedad narcisista. Conduce a ella una relación consigo mismo exagerada y patológi-camente recargada. El sujeto narcisista-depresivo está agotado y fatigado de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro. Eros y depresión son opuestos entre sí. El Eros arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera, hacia el otro. En cambio, la depresión hace que se derrumbe en sí mismo. El actual sujeto narcisista del rendimiento está abocado, sobre todo, al éxito. Los éxitos llevan consigo una confirmación del uno por el otro. Ahora bien, el otro, despojado de su alteridad, queda degradado a la condición de espejo del uno, al que confirma en su ego. Esta lógica del reconocimiento atrapa en su ego aún más profundamente al sujeto narcisista del rendimiento. Con ello se desarrolla una depresión del éxito. El sujeto depresivo del rendimiento se hunde y ahoga en sí mismo. En cambio, el Eros hace posible una experiencia del otro en su alteridad, que saca al uno de su infierno narcisista. El Eros pone en marcha un voluntario desreconocimiento de sí mismo, un voluntario vaciamiento de sí mismo. Una especial debilidad se apodera del sujeto del amor, acompañada, a la vez, por un sentimiento de fortaleza que de todos modos no es la realización propia del uno, sino el don del otro. (...)
La sociedad del rendimiento está dominada en su totalidad por el verbo modal poder, en contraposición a la sociedad de la disciplina, que formula prohibiciones y utiliza el verbo deber. A partir de un determinado punto de productividad, la palabra deber se topa pronto con su límite. Para el incremento de la producción es sustituida por el vocablo poder. La llamada a la motivación, a la iniciativa, al proyecto, es más eficaz para la explotación que el látigo y el mandato. El sujeto del rendimiento, como empresario de sí mismo, sin duda es libre, por cuanto no está sometido a ningún otro que le mande y lo explote; pero no es realmente libre, pues se explota a sí mismo, por más que lo haga con entera libertad. El explotador es el explotado. Uno es actor y víctima a la vez. La explotación de sí mismo es mucho más eficiente que la ajena, porque va unida al sentimiento de libertad. Con ello la explotación también es posible sin dominio. (…) La proclamación neoliberal de la libertad se manifiesta, en realidad, como un imperativo paradójico: sé libre. Precipita al sujeto del rendimiento a la depresión y al agotamiento.
El tú puedes produce coacciones masivas en las que el sujeto del rendimiento se rompe en toda regla. La coacción engendrada por uno mismo se presenta como libertad, de modo que no es reconocida como tal. El tú puedes incluso ejerce más coacción que el tú debes. La coacción propia es más fatal que la coacción ajena, ya que no es posible ninguna resistencia contra sí mismo. El régimen neoliberal esconde su estructura coactiva tras la aparente libertad del individuo, que ya no se entiende como sujeto sometido (subject to), sino como desarrollo de un proyecto. Ahí está su ardid. Quien fracasa es, además, culpable y lleva consigo esta culpa dondequiera que vaya. No hay nadie a quien pueda hacer responsable de su fracaso. Tampoco hay posibilidad alguna de excusa y expiación. Con ello surge no sólo la crisis de culpa, sino también la de gratificación.
Tanto el desendeudamiento como la gratificación presuponen la instancia del otro. La falta de vinculación al otro es la condición trascendental de posibilidad para la crisis de gratificación y de deudas. Estas crisis ponen de manifiesto que el capitalismo, frente a la suposición ampliamente difundida (por ejemplo, por Walter Benjamin), no es ninguna religión, pues toda religión maneja las categorías de deuda (culpa) y desendeudamiento (perdón). El capitalismo es solamente endeudador. No dispone de ninguna posibilidad de expiación que libere al deudor de su deuda. La imposibilidad del desendeudamiento y de la expiación es responsable también de la depresión del sujeto del rendimiento. La depresión, junto con el síndrome del agotamiento, representan un fracaso insalvable en el poder, es decir, una insolvencia física. Insolvencia significa, al pie de la letra, la imposibilidad de compensar (solvere) la deuda.
El Eros es, de hecho, una relación con el otro que está radicada más allá del rendimiento y del poder. El no poder poder es su verbo modal negativo. La negatividad de la alteridad, a saber, la atopía del otro, que se sustrae a todo poder, es constitutiva de la experiencia erótica: «La esencia del otro es la alteridad. Por ello, hemos buscado esta alteridad en la relación absolutamente original del Eros, una relación que no es posible traducir en términos de poder» (Levinas). La absolutización del poder aniquila precisamente al otro. La relación lograda con el otro se manifiesta como una especie de fracaso. El otro aparece sólo a través de un no poder poder: «¿Podemos caracterizar esta relación con otro mediante el Eros como un fracaso? Una vez más: sí, siempre que se adopte la terminología de las descripciones corrientes, que caracterizan lo erótico por el “aprehender”, el “poseer” o el “conocer”. Pero en el Eros no hay nada de todo esto, ni tampoco su fracaso. Si fuese posible conocerlo, poseerlo o aprehenderlo, entonces ya no sería otro. Poseer, conocer, aprehender son sinónimos del poder.» (Levinas).
El amor se positiva hoy como sexualidad, que está sometida, a su vez, al dictado del rendimiento. El sexo es rendimiento. Y la sensualidad es un capital que hay que aumentar. El cuerpo, con su valor de exposición, equivale a una mercancía. El otro es sexualizado como objeto excitante. No se puede amar al otro despojado de su alteridad, sólo se le puede consumir. En ese sentido, el otro ya no es una persona, pues ha sido fragmentado en objetos sexuales parciales. No hay ninguna personalidad sexual.
Si el otro se percibe como objeto sexual, se erosiona aquella «distancia originaria» que, según Buber, es «el principio del ser humano» y constituye la condición trascendental de posibilidad de la alteridad. La «distancia originaria» impide que el otro se cosifique como un objeto, como un «ello». El otro como objeto sexual ya no es un «tú». Ya no es posible ninguna relación con él. La «distancia originaria» trae el decoro trascendental, que libera al otro en su alteridad, es más, lo distancia. De esta forma, se hace posible la expresión en sentido enfático. Sin duda, se puede llamar a un objeto sexual, pero no se puede dirigirle la palabra como un tú personal. El objeto sexual no tiene ningún «rostro» que constituya la alteridad, la alteridad del otro que impone distancia. Hoy se pierden cada vez más la decencia, los buenos modales y también el distanciamiento, a saber, la capacidad de experimentar al otro de cara, en su alteridad. A través de los medios digitales intentamos hoy acercar al otro tanto como sea posible, destruir la distancia frente a él, para establecer la cercanía. Pero con ello no tenemos nada del otro, sino que más bien lo hacemos desaparecer. En este sentido, la cercanía es una negatividad, por cuanto lleva inscrita una lejanía. Por el contrario, en nuestro tiempo se produce una eliminación total de la lejanía. Pero esta eliminación, en lugar de producir cercanía, la destruye en sentido estricto. En vez de cercanía surge una falta de distancia. La cercanía es una negatividad. Por eso lleva inherente una tensión. En cambio, la falta de distancia es una positividad. La fuerza de la negatividad consiste en que las cosas sean vivificadas justamente por su contrario. A una mera positividad le falta esta fuerza vivificante.
El amor se positiva hoy para convertirse en una fórmula de disfrute. De ahí que deba engendrar ante todo sentimientos agradables. No es una acción, ni una narración, ni ningún drama, sino una emoción y una excitación sin consecuencias. Está libre de la negatividad de la herida, del asalto o de la caída. Caer (en el amor) sería ya demasiado negativo. Pero, precisamente, esta negatividad constituye el amor: «El amor no es una posibilidad, no se debe a nuestra iniciativa, es sin razón, nos invade y nos hiere» (Levinas). La sociedad del rendimiento, dominada por el poder, en la que todo es posible, todo es iniciativa y proyecto, no tiene ningún acceso al amor como herida y pasión.
El principio del rendimiento, que hoy domina todos los ámbitos de la vida, se apodera también del amor y de la sexualidad. En el superventas Cincuenta sombras de Grey, la protagonista de la novela se admira de que su compañero se imagine la relación como una «oferta de empleo, con sus horarios, la descripción del trabajo y un procedimiento de resolución de conflictos bastante riguroso». El principio del rendimiento no se compagina con la negatividad del exceso y de la transgresión. Por eso, entre «los acuerdos» a los que se obliga el sujeto («Sub») se encuentran: mucho deporte, comida sana y suficiente sueño. Incluso está prohibido tomar entre las comidas otra cosa que no sea fruta. La «Sub» ha de evitar también el consumo excesivo de alcohol, y no puede fumar ni tomar drogas. Incluso la sexualidad ha de someterse pues al mandato de la salud. Está prohibida toda forma de negatividad. (...) Precisamente, el uso desmesurado del adjetivo «precioso» apunta al dictado de la positividad, que lo transforma todo en una fórmula de disfrute y consumo. Y así, en Cincuenta sombras de Grey se habla incluso de una «dulce tortura». En este mundo de la positividad sólo se admiten cosas que puedan consumirse. Incluso el dolor ha de poder disfrutarse. (...)
El presente disponible es la temporalidad de lo igual. En cambio, el futuro se abre al acontecimiento, que es una absoluta sorpresa. La relación con el futuro es una relación con el otro atópico [ajeno a todo lugar], que no podemos alcanzar en el lenguaje de lo igual. Hoy, el futuro deshace la negatividad del otro y se positiva como presente optimizado, que excluye todo desastre. Y convertir lo que ha sido en objeto de museo aniquila el pasado. La negatividad, como presente repetible, se despoja de la negatividad de lo irrecuperable. La memoria no es un órgano de mera reposición con el que podamos hacer presente lo pasado. En la memoria lo pasado cambia de continuo. Es un proceso progresivo, vivo, narrativo. En eso se distingue del archivador de datos. En este medio técnico, a lo que ha sido se le quita toda vivacidad. Este medio carece de tiempo. Reina en él un presente total, que suprime precisamente el instante. El tiempo despojado del instante es tan sólo aditivo, y ya no guarda relación con una situación. Como temporalidad del clic, carece de decisión y resolución. El instante se retira del clic.
El deseo erótico está ligado a una presencia especial del otro, no a la ausencia propia de la nada, sino a la «ausencia en el horizonte de un futuro». El futuro es el tiempo del otro. La totalización del presente como tiempo de lo igual hace desaparecer aquella ausencia que sitúa al otro fuera de lo disponible. Levinas interpreta del mismo modo la caricia y la voluptuosidad como figuras del deseo erótico. La negatividad de la ausencia es esencial para ambas. La caricia es un «juego con algo que se escapa» (Levinas). Anda buscando lo que sin cesar desaparece hacia el futuro. Su apetito se alimenta de lo que todavía no es. La ausencia del otro en medio de la comunidad de sentimiento constituye también la fuerza e intensidad del deleite. El amor, en la medida en que hoy no significa sino necesidad, satisfacción y placer, es incompatible con la sustracción y la demora del otro. La sociedad, como máquina de búsqueda y consumo, suprime el deseo dirigido al ausente, que, en cuanto tal, no puede hallarse, cogerse y consumirse. En cambio, el Eros despierta ante el «rostro», «en el que el otro se da y al mismo tiempo se oculta» (Levinas). El «rostro» se contrapone diametralmente a la cara (face), que se expone como mercancía con una desnudez pornográfica y se entrega a una visibilidad y un consumo total.
La ética del Eros de Levinas (...) llama la atención con insistencia sobre la negatividad del otro, sobre la alteridad atópica, que está hoy en vías de desaparición en una sociedad que se vuelve cada vez más narcisista. La ética del Eros de Levinas puede reformularse, además, como una resistencia contra la cosificación económica del otro. La alteridad no es ninguna diferencia que pueda consumirse. El capitalismo elimina por doquier la alteridad para someterlo todo al consumo. El Eros es, asimismo, una relación asimétrica con el otro. Y de esta forma interrumpe la relación de intercambio. Sobre la alteridad no se puede llevar la contabilidad, ya que no aparece en el balance entre el haber y el deber. (Byung Chul Han, La agonía del eros, 2014).