Unos adultos pequeñitos,

pero que muy pequeñitos

 

Pascal Bruckner (1945)

 

HIS MAJESTY THE BABY

 

    Aún no hemos acabado de calibrar las conse­cuen­cias de esta revolución que, como en la época medie­val, embrolla de nuevo pero de forma inversa las fron­teras entre las edades. Hay en nuestra solicitud hacia el niño una evidente voluntad de dominio, el deseo de modelar una descendencia perfecta, de fabricar desde la fase uterina pequeños pro­di­gios a nuestra conve­nien­cia. Pero, de nuestras cabecitas rubias o morenas, hay dos cosas a las que tenemos cariño por encima de todo: el reino de la ligereza y la prepon­de­­rancia del capricho. Lo pro­pia de esta época bendita es en efecto la des­preocupación, el hecho de no tener que responder de nada puesto que una auto­ridad tutelar nos cobija bajo su ala y nos protege. Y sobre todo el niño se libra de la maldición de tener que escoger. Ser de la pura virtualidad, está inmerso en la maravillosa piscina de las posibilidades. Ese estado de disponibilidad perfecta, de exal­tante espera apenas dura: el crecimiento, que al profundizar una vía incesantemente va consumiendo las promesas, acecha. Pero durante unos años (por lo menos en nuestra ilusión re­trospectiva) el niño habrá sido un abanico de potencialidades, una primera mañana del mundo que contiene todos los desti­nos imaginables. En comparación con nosotros que estamos «hechos», parece en suspenso, sin forma definida, encarnando la esperanza de un nuevo inicio para la huma­nidad (motivo por el cual tantos padres esperan corregir sus propios fracasos a través de sus vástagos).

    Por último, de nuestros pilluelos también amamos un egoísmo sagrado y carente de remordimientos, ese sentimiento de ser los acreedores de los adultos a los que no han solicitado nacer. Estrechamente sometido a los demás por su propia constitución, el pequeño fauno es un señor a quien todo le es debido: «La enfermedad, la muerte, la renuncia a los goces, los límites impuestos a la voluntad propia no deben regir en lo que se refiere al niño», apunta Freud; «las leyes de la natura­leza, así como las de la sociedad, deben detenerse ante él, ha de ser otra vez el centro y el núcleo de la creación, His Majesty The Baby tal como antes uno creía ser». Resumiendo, al libe­rar al Niño Rey que sobrevive tras las arrugas del hombre ma­duro, me corono monarca, me las compongo para que todos mis deseos sean legítimos porque provienen de mí, confiero a mi narcisismo una soberanía absoluta.

    Queda al descubierto así toda la ambigüedad de esa sobre­­valoración de los primeros años: festejamos menos el derecho de los niños que el derecho a la niñez para todos. El niño real en efecto es el que nos emplaza en nuestra mor­talidad -el na­cimiento de los hijos, decía Hegel, es la muerte de los pa­dres-, el que un día ocupará nuestro lugar y en el que con­templamos nuestra futura desaparición. Pero vene­rar la infan­cia como tal significa por el contrario pro­clamar el derecho a la irrespon­sabilidad para todos desde los 7 a los 77 años, instalarse perma­nentemente en una cuarentena deli­ciosa para no alcanzar jamás el poco atrayente planeta de los Adultos.

    Entendámonos bien: nadie desea efectivamente volver a ser un niño o un bebé. Más bien pretendemos acumular los privi­legios de todas las edades, la amable frivolidad de la juventud con la autonomía de la madurez. Uno desea para sí lo mejor de ambos mundos. (Y nadie aspira al estatuto de la adolescencia, que es un modelo de crisis, de modificación de la identidad, mientras que el bebé respira plenitud y equilibrio.) Así pues, se exalta menos lo infantil que lo pueril, se erige la regresion en modo de vida en calidad de compensación por los malos tratos del destino. Y puesto que la infancia tan sólo existe en la in­consciencia de uno mismo, «la nesciencia» [1], jugar a ser niño cuando se es adulto sólo puede ser sinónimo de imi­tación, de muecas de adultos deseosos de acumular saber e ingenuidad, fuerza e irre­flexión. Ya no decimos como Dostoievski que los niños sin pecado “existen para con­mover nuestros cora­zo­nes, para purificarlos”, sino que nos muestran la vía, que son nues­tros guías en atolon­dra­miento, caprichos y fan­tasías. Lo hu­mano en su totalidad se resume en este arro­bamiento original: salir de él significa conocer el exilio, lejos de la vida verda­dera. Somos los super­vivientes de nuestra primera juventud, estamos de luto por el niño que hemos sido, y envejecemos sin crecer.

 

DEL NIÑO CIUDADANO AL CIUDADANO NIÑO

 

    Último síntoma de este deslizamiento: proclamar, como hizo la ONU el 20 de noviembre de 1989, que el niño es ya una persona humana titular, un ciudadano de pleno derecho, y que reducirlo al estatuto de menor debido a su edad es una discri­minación de naturaleza similar a la que padecen los negros, los judíos o las mujeres. Ya se ha dicho todo respecto a esa campaña en su momento llevada a cabo en Francia por la mi­nistra de la Familia Hélène Dorlhac: que a pesar de la buena voluntad de los legisladores se trata de un regalo envenenado que hacemos a la infancia, que entregamos atada de pies y ma­nos a todas las manipulaciones; que no se puede sin demago­gia procla­mar compatibles el estado de menor y el pleno ejercicio de los derechos que supone la capacidad jurídica y que, por último, este nuevo enfoque corre el peligro una vez más de eludir los deberes de los educadores y de los padres. Desde nuestro punto de vista, la convención de la ONU es asimismo reveladora de la forma que tienen los adultos de proyectarse sobre los pequeños. Decir como hace la ONU que mocosos y mocosas ya son personas mayores, que sólo la estatura los se­para de los adultos, significa sobreentender que nada impide a éstos ser unos críos creciditos, que la rever­si­bi­lidad puede ser total. Significa atribuir al niño una sabiduría, una razón que uno ya no quiere para sí, agobiarle con una responsabilidad que le aplasta, pues mani­fies­ta­mente no puede responder de sí, para mejor descargarnos de ella. En la regresión infantil siem­pre hay un personaje de más y ése es el propio niño, titular de unas prerrogativas que soli­ci­tamos para nosotros y que parece usurpar a expen­sas nuestras, el niño cul­pa­ble de querer acapa­rar para sí la infancia en vez de ce­dér­nosla. Lo que reclama­mos de hecho es menos el reconocimiento del hom­bre­cito como sujeto que el dere­cho para todos a la confusión de las edades [2]. Del niño ciudadano al ciu­da­dano niño: en este enredo está en juego todo un des­ti­no posible del indi­viduo contempo­ráneo. Adjudicando a nuestros querubines sapiencia, dis­cer­ni­miento y mesura nos aliviamos del peso de nuestras oblige­cio­nes hacia ellos.

Esta mentalidad, por supuesto, es la contrapartida de un auténtico lujo de los países ricos: la edad ha deja­do de consti­tuir para noso­tros un veredicto. No existe ya un umbral más allá del cual el ser humano que­daría fuera de uso, y cual­quiera puede hoy en día volver a empezar su vida a los cin­cuenta o a los sesenta años, modificar el propio destino hasta los últimos momentos, contrar­restar la desgracia de la jubilación, que arrumba a personas intelectual y física­mente capa­ces. «Envejecer es retirarse gradualmente de la apariencia», decía Goethe. Resulta altamente positivo que los hombres y las mujeres en gran número deseen hoy en día persistir en la apariencia, en estado de buena salud relativa y sin padecer discriminaciones. […]

    Pero el primer derecho del que debería beneficiarse el niño es el de estar protegido contra la violencia, la arbitrariedad y a veces la crueldad de sus mayores. Y asimismo el derecho con­tradictorio de ser respetado en su naturaleza y su despreocupa­ción, y al mismo tiempo de ser dotado de los medios para salir progresivamente de su condición a medida que va creciendo. Si se pretende «ir madurándolo para la libertad», como decía Kant a propósito del pueblo, hay que ilustrarlo e instruirlo y no abandonarlo a una espléndida indolencia. Es por lo tanto peligroso destruir los refugios (escuela, familia, ins­ti­tuciones) a través de los cua­les poco a poco va domi­nando el caos de la vida [3] y es im­pres­cindible ir acos­tum­­brán­dolo a la responsabi­lidad ofre­cién­dole tareas a su medi­da, dándole el dominio gra­dual de ám­bi­tos cada vez más am­plios. (Y no exi­gién­dole que pa­ro­die a los adultos, que se reúna en cónclave para imi­tar la vida parlamentaria, que se dis­frace de periodista para en­tre­vistar a una perso­na­lidad. Nuestra época privilegia una única relación entre las edades: el pastiche recíproco. Imita­mos a nuestros hijos, que nos copian.). Evidentemente, hay que colocar al impúber siempre que sea posible en situación de responder de sus actos a condición de definir un territorio preciso que esté a su alcance y de ofrecerle una sanción que ratifique el progreso o el fracaso. Así es la paradoja de la educación: disponer al hombrecito para la libertad a través de la obediencia a unos adultos que le ayudan a prescindir de asistencia y le acompañan en su emancipación progresiva. En la educación, la autoridad es la tierra sobre la que se apoya y se afianza el niño para separarse después de ella, y el maestro ideal es aquél que enseña a matar al maestro (mientras que muchos educadores se sienten atraídos por el abuso de poder, por el placer de reinar sobre unas almas maleables a las que proclaman incapaces de madurar para dominarlas mejor). La infancia es un mundo completo, un estado de perfección al que no le falta nada, que nos conmueve a veces hasta lo más hondo. Se nos saltan las lágrimas de admiración y de ternura ante ese pueblo pequeño y nos repugna alterar con nuestras lecciones y nuestras órdenes ese prodigio encarnado. A me­nudo son los adultos los que a su lado parecen torpes, feos, defectuosos. Pero, puesto que “la inocencia ha sido hecha para ser perdida” (V. Jankélévitch), también es importante respetar en cada niño al humano del futuro al que hay que robustecer desarrollando su carácter y su razón. Así pues, cualquier coerción que aguza la mente y la obliga a desple­garse dentro de unas reglas concretas no es forzosamente opresiva o, para ser más precisos, la coerción es la condición misma de la libertad.

    Como no puede hablar de sí, el niño es presa eterna de quienes hablan en su lugar: en su misteriosa limpidez, legitima las utopías más radicales así como las más conservadoras, re­presenta la pureza y el mal, la subversión y la docilidad. Es ese secreto a plena luz al que erigimos altares y piras, al que vesti­mos de ángel o de demonio. Y, en lo que al niño se refiere, nuestra sociedad oscila entre el laxismo y el autoritarismo, en­tre la vista gorda y el correccional, entre el juguete y el látigo. Lo idealiza en la exacta medida en que lo sataniza, y viceversa. […] El hom­brecito, como bien ha visto Hannah Arendt, en vez de ser aquél que, por su nacimiento, introduce algo nuevo en el mundo y ofrece a la humanidad la posibilidad de un nuevo ini­cio, no tiene más tarea, en la imagen idílica que nos formamos de él, que la de confirmar la infancia como leyenda. A tal punto es verdad que a través de esa leyenda esbozamos princi­palmente el retrato de lo que nos gustaría ser: adultos física­mente capaces, pero por otro lado beneficiarios de todos los privilegios de los menores. Seres dotados de derechos pero sin deberes ni responsabilidades.

 

¡QUÉ DURO, QUÉ DURO ES SER ADULTO!

En nuestras sociedades los signos más visibles de una vo­luntad de rejuvenecimiento general, de un deslizamiento co­lectivo hacia la cuna y los sonajeros, son múltiples: muchas pe­lículas de éxito cuyos héroes son recién nacidos, virtuosos sin dientes de leche todavía, bebés maniquíes, jóvenes ídolos multimillonarios a los 7 años, tan caprichosos e histriónicos como las viejas estrellas (es sabido lo pródigo que es el cine ameri­cano, de Shirley Temple a Jodie Foster, en estrellas en pelele que pasean su palmito por la pantalla a la edad en que otros chupan pirulís), cantante miniatura de 4 años, homúnculo afó­nico que se ha convertido en la niña de los ojos de las multitu­des balbuciendo su angustia vital: «Qué duro, qué duro es ser un bebé» [4]. Esta irrupción infantil en los escenarios del rock, del teatro de variedades, del séptimo arte, hasta entonces re­servados a los adolescentes, esta profusión de actores y de can­tantes melódicos de bolsillo afecta masivamente a todos los públicos. Por doquier surgen mocosos de ambos sexos que ha­cen acopio de monerías para enternecernos. Los bebés son los dioses a escala reducida de nuestro mundo y han destronado a los quinceañeros, ya listos para la jubilación. ¡El imperialismo de los rorros ha superado cualquier límite, los pequeños seño­ritos y señoritas con sus baberitos y sus canastillas son los amos del corral!

    Los adultos no les van a la zaga a la hora de regresar a la ni­ñez, de invertir la flecha del tiempo, de darle la vuelta como si de un guante se tratara. Fíjense en uno de nuestros mitos con­temporáneos, en Michael Jackson, la estrella del pop ameri­cano que, sin abandonar su aspiración a convertirse en ángel, en hombre de antes de la caída, no ceja en su empeño de bo­rrar la doble maldición de la edad y de la raza (hasta el punto de recordar a una extraña criatura, a medio camino entre Bambi y Drácula). En su disparatado intento, este cantante faustiano da fe de la pasión contemporánea por la juventud eterna, por el deseo de inmortalidad. “Dentro de poco la vejez se habrá acabado”, proclama la portada de una revista [5]. ¡Noti­cia increíble! Si la vejez ya sólo es una cuestión de tiempo, si no sólo es posible borrar arrugas, suprimir pliegues, corregir siluetas, reimplantar cabello, retrasar la senectud, sino tam­bién hacer que retroceda el reloj biológico, entonces el enemigo último, la muerte, debería tener los días contados. Son las propias definiciones de lo normal y lo patológico las que se trastruecan: no ponerse enfermo no es en ese contexto la menor de las conquistas. En primer lugar debemos curarnos de esa enfermedad mortal que es la vida puesto que ésta algún día se acaba. Ya no hay distinción entre fatalidades modificables -frenar la decadencia física, prolongar la existencia- y fatali­dades inexorables, la finitud y la muerte. Ésta ya no es el tér­mino normal de una vida, la condición en cierto modo de su nacimiento, sino un fracaso terapéutico que hay que corregir sin dilación. Las máquinas y la ciencia pretendían liberarnos de la necesidad y del esfuerzo; ahora a lo que aspiramos es a sacudirnos de encima el devenir. La modernidad trata de sedu­cirnos con la posibilidad cercana de un dominio de la vida con el fin de proceder a “una segunda creación” que ya en nada se­ría tributaria de los azares de la naturaleza. Ya no son estas ambiciones las que nos parecen un disparate, sino el retraso o las dificultades que se oponen a su realización.

    Desde un punto de vista más prosaico, esta rabiosa aspira­ción a la irresponsabilidad se traduce, en la televisión o en la radio, por la supremacía del “nivel caca-picha” (chistes orgáni­cos o escatológicos, bromas de colegiales, por no hablar, en al­gunos programas, de esas personalidades disfrazadas de alum­nos, de escolares, de niñitos prodigando consejos eróticos chupando chupetes o bibe­ro­nes, etc.). Como si se indujera a los espectadores, galvanizados por unos payasos des­madrada­dos, a desquiciarse colectivamente, a olvidar durante unas ho­ras cos­tum­bres y convenciónalismos para entregarse a dilata­dos episodios de dichoso cretinismo. Como en esa película americana mencionada anteriormente en la que un bebé de dos años que ha sufrido una descarga electromagnética se con­vierte en un gigante de varios metros que pasa por encima de casas y edificios, que aplasta con sus piececitos automóviles y autobuses y aterroriza a toda la ciudad, todos hemos crecido sin darnos cuenta de ello, sin evolucionar moralmente, y no retrocedemos ante ningún medio para prolongar una infancia que persiste dentro de nosotros por sobreimpresión. Y puesto que la vida verdadera está antes, llevamos a cabo sobre nosotros mismos una verdadera perversión de mayores, re­mon­­tando el curso del tiempo hacia el país de la juventud eterna.

    Cabe objetar que se trata de excentricidades demasiado lla­mativas para ser significativas. Pero, para que estas extravagan­cias cuelen, hemos de estar ya tan impregnados de infanti­lismo que, aunque todo nuestro entorno esté empapado de él, se nos presente con el carácter de una evidencia en la que ya ni repa­ramos. Como si la osadía de haberse atrevido a hablar en pri­mera persona tuviera que pagarse con un castigo terrible, el nuevo Adán occidental retrocede, se abisma con deleite en la estupidez, en la chochez, en las payasadas pintorescas de los pequeños, con tal de obtener los beneficios de este periodo sin las servidumbres que supone. […] Re­pitámoslo una vez más: el infantilismo en Occidente nada tiene que ver con el amor por la infancia sino con la búsqueda de un estado fuera del tiempo en el que se esgrimen todos los símbo­los de esta edad para embriagarse y aturdirse con ellos. Se trata de una imitación, de una usurpación exagerada, y descali­fica la infancia tanto como pisotea la madurez y prolonga una confusion perjudicial entre lo infantil y la travésura. El bebé se convierte en el porvenir del hombre cuando el hombre ya no quiere responder del mundo ni de sí mismo.

 

PARADA EN ÑOÑILANDIA

    Esta pedagogía invertida tiene su espacio privilegiado que es como un condensado de todas las mitologías de la época: Disneylandia, tierra prometida de la cursilería, Babilonia de lo almi­barado. Concebido en su inicio por su fundador en 1955 como “un parque encantado donde adultos y niños podrían distraerse juntos”, el país de las mara­villas es una isla hacia la cual navegamos para lavarnos de nuestras preocupaciones. Ese falansterio es un paréntesis dentro de este mundo, y entra­mos en él con un pasaporte que simboliza en efecto el paso de una frontera. Todo allí está calculado para sacarnos del acon­tecer habitual de las cosas: los miembros del personal reciben en inglés el nombre de Cast Members como si fueran los acto­res de una obra que se representa con nuestra participación, sólo tienen nombre de pila y están obligados a sonreír, a un buen humor permanente, condiciones básicas dentro de este recinto de la felicidad obligatoria. Aquí nadie tiene estado ci­vil, fea costumbre de las sociedades históricas, estamos en el país de Ninguna Parte, en un intersticio del siglo donde todos los seres son iguales en el arrobamiento.

     El planeta Disney ha reconstruido en miniatura todos los continentes, climas y paisajes mundiales (aunque el estilo do­minante sigue siendo el de América, de sus regiones, de su epopeya). Se pasa sin transición de la prehistoria a los viajes interestelares, de la tierra de los indios y de los tramperos al castillo de la Bella Durmiente del bosque, de la isla de los Pira­tas a la Ciudad futurista, todo ello con un telón de fondo de to­rres, de minaretes, de tejados palaciegos, de bulbos, de campa­narios. Se trata de una feliz combinación de los siglos, de las creencias y de las costumbres, donde todo lo que divide artifi­cialmente a los hombres ha sido borrado. Con un arte consu­mado de la reconstitución, Disneylandia hace renacer épocas y culturas que coexisten en buena armonía en ese espacio aco­gedor. Y, tanto en los tipis de los Pieles Rojas como en la po­sada de la Cenicienta, una misma tonalidad a base de ocre, de rosa y de pastel confunde las comarcas recreadas mediante una misma pátina suave y acariciadora, crea la concordia con lo diverso. En esta enciclopedia pueril de la historia mundial (donde hasta la naturaleza está reelaborada), los siglos y las na­ciones lejanas pueden volver pero despojados de su aspecto in­quietante: ese feliz batiburrillo ha sido modelado según las leyes de la asepsia. No ofrece más que el aroma adulterado de las épocas pasadas, no su verdad.

    La maniobra de edulcoración culmina en Fantasyland, en la atracción “Un mundo diminuto”, himno a la dulzura de los niños del planeta: se trata de un crucero a bordo de unas bar­cas de fondo plano por un río subterráneo y, en las orillas a ambos lados, unos muñecos ataviados con su traje nacional cantan y bailan exasperantes cantinelas en unos decorados que representan sus países de origen. Desfilan de este modo las sa­banas africanas, la torre Eiffel, el Big Ben y el Taj Majal, en un cosmopolitismo primario que tiene todo el aire de un folleto turístico barato. Que se trate de una colección de tópicos ca­rece por lo demás de importancia. Lo esencial estriba en exor­cizar la violencia eventual de las cos­tum­bres lejanas, lo esen­cial consiste en celebrar lo extranjero sin que parezca extraño. (En Estados Unidos, el niceism, la amabilidad un poco almiba­rada, es el contrapunto forzoso de la orgía de brutalidad y de sangre que irrumpe a cualquier hora en las cadenas de televi­sión. El sentimentalismo va indisolublemente ligado al salva­jismo en la vida cotidiana.) De este modo, por mucho que los piratas de Caribbean Island se empapen de ron, por mucho que griten, que se atiborren de comida, que se enfrenten a golpe de sable (son audioanimatronics, unos autómatas muy ingeniosos, de apariencia humana, animal o vegetal), sus gritos son bonachones, cuesta tomárselos en serio. Disney sugiere el mal para neutralizarlo mejor, reduce el globo al tamaño de un juguete fabuloso, lo despoja de cualquier carácter turbador, amenazador. Razas, civilizaciones, creencias, pueblos pueden codearse sin peligro puesto que previamente se les ha limado todas las asperezas, reducidos a su aspecto folklórico. Esas di­ferencias, fuentes de conflictos, carecen ya de importancia y no detienen la amplia corriente de simpatía y de ardiente bon­dad que fluye allí. Reducido a voluntad por los parques temáti­cos, el mundo exterior no es más que una impureza anodina, un residuo, puesto que existe de él un doble donde la muerte, la enfermedad, la maldad han sido anuladas.

 

LA SEDUCCIÓN DEL KITSCH

    En apariencia el reino encan­tado marca la apoteosis del cuento de hadas: en él nos topamos con nuestros personajes familiares mezclados con los de Walt Disney. Están todos pre­sentes, como si acabaran de salir de la pantalla de un dibujo animado o de las páginas de un libro: vienen a nuestro encuen­tro, esbozamos con ellos unos pasos de baile, reímos con Bambi, con Dumbo el elefante volador o los Siete Enanitos, y hasta podemos vestirnos como ellos, lucir por mimetismo un par de orejas de Mickey, disfrazarnos durante unas horas de héroes de fábulas. Pero esta familiaridad es engañosa y esta­mos tan lejos del cuento clásico europeo como del primer Walt Disney, mucho más corrosivo y cáustico. Si los fantas­mas, las reinas crueles, las calaveras hacen acto de presencia es sólo a título de concesión al mundo de nuestras leyendas: nunca ponen en tela de juicio el buen humor. Sólo reina la ló­gica optimista del happy end: Pinocho, Blancanieves, el Capi­tán Garfio, el Sombrero Loco, el Gato de Chester desfilan, pero embalsamados en sus estereotipos, desgajados de los cuentos de Grimm, Carroll, Perrault, Collodi, que les conferían sentido y densidad. El cuento de hadas, como muy bien subrayó Bruno Bettelheim, es el paso de la angustia experimentada a la angus­tia superada a través de un relato que narra al niño sus propios complejos e impulsos inconfesables [6]. Es un guía sutil que orienta obsesiones y ambivalencias hacia un desenlace cohe­rente. En este sentido posee en efecto una función educativa y disciplina el caos interior pese a las violencias que despliega y que han asustado a muchos educadores.

    No hay nada similar en el ámbito mágico de Mickey: allí todo es liso, limpio, impecable, cualquier ilación narrativa está olvidada, el cuento está desarticulado, no es más que una reta­híla de atracciones que se descomponen en sainetes, cuadros diminutos, episodios dispersos sembrados al azar. La ficción sólo puede ser consumida y contemplada, pero ya no contada. La fuerza de Disney, a través de esta presentación, estriba en haber sabido reciclar todas las mitologías de la infancia en una sola, la suya, desde las Mil y Una Noches hasta Lancelot du Lac. Este crisol de los imaginarios europeos y orientales, al eludir su ambigüedad, elude tambien su poder de encanta­miento.

    Así pues, este amplio recinto exalta menos la infancia que el conjunto de signos y representaciones que se han vincu­lado a ella: menos lo infantil que lo pueril. Esta construcción faraónica está por entero dedicada a la gran divinidad mo­derna: “la cursilería transcendental” (Witold Gombrowicz), lo almibarado, la ñoñez de la que cualquier elemento equívoco queda excluido. Derrota del freudismo: la infancia no es aquí polimorfa sino asexuada, chorreando bondad, tal como les gusta representársela a los adultos, espejo de sus propios sue­ños. El niño en sí está presente en una versión idealizada de su universo gracias a una colosal labor de expurgación: en Disneylandia puede saborearse una infancia de síntesis, con­gelada y petrificada. Todo adopta por lo tanto el aire de un re­corrido iniciático, pero como iniciación a nada más que la clemencia, a la amenidad del mundo y de las cosas, todas ellas encargadas de mantener a distancia el cruel universo de los hombres y de sus pasiones. La novela de aprendizaje se queda en nada.

    Y aun así la magia funciona: pese a todo nos maravillamos ante esos muñecos que cantan, que se mueven, ante esos de­corados de cartón piedra, esas melodías insípidas que acaban grabándose en la memoria. Lo que sitúa a la empresa Disney muy por delante de sus competidores en la materia no son sólo los pequeños prodigios de inventiva (por ejemplo el baile de los espectros por holografía de la Casa Encantada), las proezas arquitectónicas, el sinfín de efectos especiales. El kitsch ejerce una terrible seducción cuando va emparejado con la infancia, una especie de duplicación vertiginosa, un poder de atracción abismal de lo bobo y lo blandengue cuando éstos se despliegan en el decorado de una extensa guardería. Lo sabemos desde Flaubert, la estupidez es una de las formas del infinito; y el mal gusto puede convertirse en una mística si va asociado a lo empalagoso, a lo monín. Esta blanda sentimentalidad reconcilia todas las edades: tranqui­liza, sosiega, forma una muralla poderosa contra los ataques de lo real. “Disneylandizar” el mundo y la historia es edulco­rarlos para escamotearlos.

    Indudablemente, este exceso de deferencias y mimos acaba por engen­drar un malestar persistente, unas ganas compensa­torias de imprevisto, de dureza, de enfrentamiento. Y al final acaba asfixiado bajo ese despotismo de la dulzura que agobia a base de sonrisas y benevolencia: se sale de allí empachado de sosez, abrumado de falsa amistad. Para que la quimera fuera per­fecta, tendríamos que salir de allí metamorfoseados a nuestra vez en personajes de dibujos animados, empequeñecidos y re­juvenecidos, petrificados en Pluto, en Merlín, en Alicia o en Donald. Pero, por lo menos, habremos saboreado durante unas horas el elixir de inocencia que nos transforma a todos en estereotipos de chiquillos y chiquillas. Y en esa Arcadia em­palagosa en la que nadie es duraderamente malvado, todo acaba de la mejor manera posible con la eterna sonrisa de Mickey, el rictus petrificado de la cursilería.

 

BE YOURSELF

 

    ¿Qué es ser adulto, idealmente hablando? Es avenirse a de­terminados sacrificios, renunciar a las pretensiones desorbita­das, aprender que más vale “derrotar los propios deseos antes que el orden del mundo” (Descartes). Es descubrir que el obs­táculo no es la negación sino la condición misma de la liber­tad, la cual, si no encuentra trabas, no es más que un fantasma, un capricho vano, puesto que tampoco existe si no es a través de la igual libertad de los demás fundada en la ley. Es recono­cer que uno nunca se pertenece completamente, que en cierto modo se debe al otro que socava nuestra pretensión a la hege­monía. Es comprender por último que hay que formarse trans­formándose, que uno se fabrica siempre contra sí mismo, con­tra el niño que fue, y que, al respecto, cualquier educación, hasta la más tolerante, es una prueba que uno se inflige para desprenderse de la inmediatez y de la ignorancia. En un pala­bra, volverse adulto -en el supuesto de que alguna vez se con­siga- es rebajar nuestras alocadas esperanzas y trabajar para ser autonómo, para ser tan capaz de autoinventarse como de abstraerse de uno mismo.

    Pero el individualismo infantil, por el contra­rio, es la uto­pía de la renuncia a la renuncia. No conoce más que un único lema: sé lo que eres desde toda la eternidad. No te enredes con tutores ni trabas de ningún tipo, evita cualquier esfuerzo inútil que no te ratifique en tu identidad contigo mismo, hazle única­mente caso a tu singularidad. No te preocupes de reformas, de progresos, ni de mejoras: cultiva y cuida tu subjetividad que es perfecta por el mero hecho de que es tuya. No resistas a nin­guna inclinación pues tu deseo es soberano. Todo el mundo tiene deberes salvo tú.

    Así es la ambivalencia de Be Yourself: para ser uno mismo hace falta además que el ser pueda acontecer, que las posibilidades se actualicen, que no se sea todavía lo que un día se será. Ahora bien, se nos invita a valorizarnos sin mediación ni esfuerzo, y la idea de pagar con la propia persona para ganar el derecho a la existencia ha entrado en un declive irremediable. Entregado a mí mismo, sólo tengo que exaltarme sin reservas: el valor supremo ya no es lo que me supera sino lo que cons­tato dentro de mí mismo. Ya no “devengo” [ya no “llego a ser”], soy todo lo que tengo que ser en cada instante, puedo adherirme sin remordi­miento a mis emociones, a mis deseos, a mis caprichos. Mien­tras que la libertad es la facultad de liberarse de los determi­nismos, yo reivindico fundirme con ellos al máximo: no planteo límites de ningún tipo a mis apetitos, ya no tengo por qué construirme, es decir, introducir distancia entre yo y yo, sólo tengo que seguir mis inclinaciones, fusionarme conmigo mismo. Lo que produce un uso a menudo equívoco del tér­mino autenticidad: puede significar que cada cual es para sí mismo su propia ley (Luc Ferry), pero también acabar legiti­mando el mero hecho de existir, la afirmación de uno mismo como modelo absoluto: ser es un milagro de tal magnitud que nos exime de cualquier deber o imperativo. El reproche que cabe hacer a ciertas filosofías contempo­rá­neas del individuo no es que lo exalten demasiado, sino que no lo exalten lo sufi­ciente, que propongan una versión disminuida del individuo, que tomen la degeneración por una prueba de salud; es, por último, olvidar que la idea de sujeto supone una tension cons­titutiva, un ideal que alcanzar, y que la impos­tura empieza cuando se considera al individuo como algo hecho cuando to­davía está por hacer.

 

ME LO MEREZCO

 

    Si no hay noción más rica y movilizadora que la del derecho a algo es porque, permitiendo la crítica de lo que es en nombre de lo que debe ser, nos incita a exigir del Estado y de las instituciones un número incalculable de parabienes sin te­nernos que justificar. Actitud desenvuelta que toma la socie­dad de consumo al pie de la letra y la trata como un gigantesco cuerno de la abundancia aun a riesgo de ver cómo en la actua­lidad se va desmoronando a retazos. En el Estado providencia, la providencia ha engullido y desvalorizado la majestuosidad del Estado: éste ya no es más que una instancia donadora y re­distribuidora a la que centímetro a centímetro se van arran­cando innume­rables concesiones. Concebido en sus inicios para repartir sobre el conjunto de la nación las tareas de la so­lidaridad nacional, no por ello ha dejado de estimu­lar en cada cual la afición a la asistencia y a la reclamación sin fin: este impres­cindible factor de paz social nos invita como siempre a considerar fundadas nuestras exigencias e intolerables las pri­vaciones. Triunfo de la generación “Me lo merezco”, tengo de­recho a todo sin contrapartida, según la expresion acuñada por Michael Joseph­son: estado de ánimo de una amplia frac­ción de la juventud norteamericana que rechaza cualquier tipo de normas o de obliga­cio­nes que pudieran frenar la bús­queda del éxito o del confort. Las bodas del derecho, del Estado pro­videncia y del consumismo concurren pues para formar un ser voraz, impaciente por ser feliz en el acto y convencido, si la fe­licidad tarda en llegar, de que ha sido vejado, de que tiene de­recho a una com­pen­sa­ción por su sueño mutilado. Ahí radica el vín­culo común entre infantilismo y victimización: uno y otra se fundamentan sobre la mis­ma idea de un rechazo de la deuda, sobre una misma negación del deber, sobre la misma certidumbre de disponer de un crédito infinito sobre sus con­tem­porá­neos. Son dos formas, una risible, la otra severa, de si­tuarse al margen del mundo recu­sando cualquier responsabilidad, dos formas de zafarse del combate de la vida, pues la victi­mización nunca es más que una forma dramatizada del infanti­lismo.

    Así pues, lo queremos todo y su contrario: que esta socie­dad nos proteja sin prohibirnos nada, que nos cobije sin obli­gaciones, que nos asista sin impor­tu­narnos, que nos deje tran­quilos pero nos envuelva en las densas redes de una relación afectuosa; resumiendo, que esté ahí para nosotros sin que noso­tros estemos ahí para ella. “Dejadme en paz, ocupaos de mí” La autosuficiencia de la que nos vanagloriamos es parecida a la del niño que se debate bajo la tutela de una madre omnipre­sente y alimenticia a la que ya ni ve a fuerza de estar arropado por ella. Nos comportamos entre los demás como si estuviéra­mos solos, sobrevivimos en esa ficción: un mundo en el que el otro sólo existiría para asistirme sin que por ello yo me con­vierta en su deudor. Cogemos de la colectividad lo que nos con­viene, rechazamos su colabo­ración para todo lo demás. Erigido en norma absoluta, el principio de placer, es decir la voluntad de no hacer más que lo que nos venga en gana, nos debilita y degenera en hedonismo mediocre, en fatalismo. Se opone pues menos al principio de realidad que al principio de libertad, a la facultad de no padecer, de no avenirse al orden de las cosas. La soberanía del capricho, llevada al extremo, no sólo pulveriza el principio de la alteridad: debilita los funda­mentos del sujeto. O, por decirlo de otro modo, un cierto indi­vidualismo desenfrenado se contra­dice en su principio mismo y establece el ámbito de su propia derrota. (Pascal Bruckner, La tentación de la inocencia).

 


[1] “La infancia y la inocencia comparten el destino de existir sólo a través de la retrospección: en un principio, la juventud es sustancial y ónticamente joven; por esta inconsciencia se reconoce la auténtica juventud” (Vladimir Jankélévitch, Traité des versus, “La inocencia y la maldad”, París, Flammarion, 1972, tomo III, pág. 1196).

[2] Como dice la psicoanalista Liliane Lurçat: «Los niños cometen ahora crí­menes de adultos: los mismos que ven que se cometen en la pantalla del televi­sor. Se ha dicho que el siglo XX era el de los niños. Es falso: es el de la fusión de las edades» (Le Nouvel Observateur, 2 de diciembre de 1993).

[3] Ver Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro, Barcelona, eds. Península, 2003, cap. V (“La crisis en la educación”), y el hermoso comentario al respecto de Jean-François Lyotard, Lectures d’Enfance, Galilée, 1991, págs. 82-83.

[4] Se trata de pequeño Jordy, 4 años en 1993, producido y dirigido por sus padres y cuyas canciones y vídeoclips han provocado estragos en Francia y en otros países.

[5] Le Figaro-Magazine, 14 de noviembre de 1992.

[6] Bruno Bettelheim, Psychanalyse des contes de fées, Pluriel Poches. pág. 191 (Psicoanálisis de los cuenlos de hadas, Barcelona, Crítica, 1992).


 

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Hacia la conciencia pueril

Del homo sapiens al homo videns

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De la ciudad festivizada

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Pascal Bruchner

La tentación de la inocencia

ed. Anagrama, 2002