Tres paradigmas del pensamiento social y político
Philippe Nemo (1949)
Lo que, en el campo de las ideas políticas en Occidente, caracteriza a los Tiempos modernos y contemporáneos es la aparición de la filosofía política y de las teorías constitucionalistas que fundan el Estado democrático y liberal. Verdad es que, en cierto sentido […], casi todas las ideas básicas de este ‘Estado de derecho’ ya las habían formulado los pensadores antiguos y medievales. ¿Por qué entonces este Estado y la sociedad que él hace posible no se despliegan verdaderamente más que en los Tiempos modernos y contemporáneos? Creemos que se debe a que estos cinco siglos suponen un auténtico progreso intelectual con respecto a la antigüedad.
En efecto, los pensadores de estos siglos han construido un modelo nuevo de orden social que podemos calificar como modelo o paradigma de ‘orden basado en el pluralismo’. A través de las pruebas que han representado las guerras de religión, las revoluciones y las luchas sociales que marcan la historia europea de este periodo, fueron tomando conciencia de que la libertad individual y el pluralismo que es su colofón no constituían un factor de estallido social ni de desorden, sino una forma superior de organizar las relaciones entre los hombres. Ésta es la clave intelectual que les permitió describir y preconizar las instituciones del Estado de derecho cuyo rasgo específico es precisamente hacer posible administrar un orden pluralista: el Derecho abstracto y universal, los ‘derechos humanos’, el mercado, la democracia, las instituciones académicas libres, la prensa libre… Después, gracias a un proceso de auto-refuerzo irresistible, la superioridad que estas instituciones confirieron a las sociedades occidentales sobre todas las demás formas conocidas de organización social aseguró la perennidad del modelo democrático y liberal. Pues, en efecto, éste triunfó sucesivamente sobre las espantosas regresiones que fueron los fascismos y los comunismos del siglo XX, tipos de regímenes que llevaron hasta sus últimas consecuencias las tesis de las otras dos familias de doctrinas forjadas en los Tiempos contemporáneos a partir de otros dos modelos más antiguos de orden, la izquierda y la derecha.
Pensamos que es posible estructurar la historia de las ideas políticas en los Tiempos modernos y contemporáneos según dicha problemática.
I - LOS TRES PARADIGMAS DEL ORDEN SOCIAL
l) La noción de ‘paradigma’
Primero tenemos que precisar qué entendemos aquí por ‘modelo’ o ‘paradigma’ del pensamiento social y político.
Hablando en términos generales, un paradigma es un modelo subyacente a un pensamiento, cuya estructura determina, haciendo así que se plantee ciertos asuntos y no otros y que ‘organice lo dado’ según cierto marco. Por convención, hablaremos de ‘paradigma’, y no de ‘modelo’, cuando el sujeto no tiene plenamente en cuenta ese marco, de manera que éste gobierna su pensamiento sin que él se percate de ello.
Un ‘paradigma del pensamiento social y político’ es pues un marco dentro del cual se piensan los problemas de la sociedad y del Estado. Cada paradigma consiste en percibir de una cierta manera el orden o el desorden social, es decir, lo que determina respectivamente la prosperidad, la paz y la felicidad de la comunidad o, en caso contrario, lo que provoca en ella disturbios, ineficacia y fracasos. Esta concepción del orden determinará toda una escala de valores en materia política, social y económica conforme a la cual se establecerán las preferencias, las posiciones y los programas.
Podemos considerar que las grandes ‘familias políticas’, las que se perpetúan a través de décadas y siglos, sobreviviendo a la espuma de los acontecimientos y a la inconstancia de las alianzas tácticas, deben su unidad profunda al hecho de que todos sus miembros piensan la sociedad y el Estado a través del mismo paradigma fundador, es decir, a través de un determinado modelo de orden. Y que las grandes desavenencias políticas se deben esencialmente a esta diferencia irreductible de visiones del orden social.
En efecto, dichas desavenencias se caracterizan por que no hay modo de apaciguarlas mediante la discusión y la polémica. Así, por ejemplo, dos o tres siglos de contactos y de discusiones no han apagado en absoluto las querellas entre la ‘derecha’ y la ‘izquierda’. Ahora bien, estas querellas probablemente se habrían allanado con el tiempo si el marco de pensamiento hubiera sido común: en este caso, las discusiones habrían consistido simplemente en verificar puntos concretos en litigio. Como en una negociación comercial en la que los socios ‘ven’ por definición la situación según las mismas categorías y en la que el problema estriba únicamente en acercar los intereses, no hay duda de que los partidos habrían avanzado hacia un entendimiento. Ahora bien, las polémicas políticas son manifiestamente de otro tipo. Lejos de apaciguarse a medida que se discute, se diría que se agravan con la discusión; y en cada generación se renuevan con el mismo denuedo. Esto cabe explicarlo del modo siguiente. Lo propio de una discusión es llevar a cada uno a enunciar los principios que orientan su reflexión y su acción: para justificar la posición que uno adopta ante tal o cual problema concreto, presentamos esa postura como la simple aplicación a ese problema de cierto principio general, que se nos invita a hacer explícito. Contamos con que el otro se rendirá ante ese argumento y cambiará su postura puesto que, espontáneamente, uno ni siquiera se imagina que pueda rechazar ese principio (por ejemplo, el hecho de que la justicia consiste en dar lo suyo a cada cual o, más bien, en el justo reparto de los frutos del crecimiento; el hecho de que la democracia consiste en el pluralismo o, más bien, en la ley de la mayoría; el carácter legítimo o, por el contrario, condenable del beneficio; el hecho de que la unidad y la fuerza de la nación priman, o no priman, sobre los intereses de las regiones, etc.). Pero sucede que el auténtico adversario político, lejos de ser convencido por el argumento, en general está incluso menos dispuesto a aceptar el principio opuesto que la posición concreta que ese principio supuestamente justificaba. En consecuencia, el hecho de haber explicitado el principio disminuye el consenso en lugar de aumentarlo; descubrimos que el interlocutor es decididamente un adversario. La discusión política, incluso (y sobre todo) si es de buena fe, tiende a poner al desnudo el suelo de principios y de valores sobre el que cada cual se apoya y sobre el que funda sus opiniones, a poner de manifiesto la discrepancia irreductible de los paradigmas. Tal es la naturaleza de las polémicas políticas. Con adversarios, cuanto más se polemiza más claro está que lo que difiere en uno y otro interlocutor son las categorías mentales, las ‘concepciones del mundo’: ya no es posible ninguna comunicación. Según el caso, el otro parece ser o un loco o un malvado.
Podemos establecer como tesis que las desavenencias políticas y sociales duraderas son todas de esta naturaleza; y que los conflictos más graves en política no son, como por lo general se piensa, conflictos de intereses, sino querellas filosóficas.
¿Podemos resolver estas últimas querellas, es decir, aproximar entre sí los paradigmas mismos? Sin duda: es el ideal de la Ilustración. Éste supone toda una elaboración científica que se esfuerza en evidenciar los paradigmas subyacentes y en transformarlos en ‘modelos’ plenamente explícitos, y después discutir racionalmente acerca del valor de esos modelos. Entonces quizá nos demos cuenta de que es posible superar la querella construyendo una interpretación del mundo más comprehensiva que la de los paradigmas en causa. Pero esto exige una acción de muy hondo calado, una paciencia y una magnanimidad que sólo pertenecen a la ciencia. Ahora bien, los grupos políticos, con razón o sin ella, se creen apremiados por los plazos. De modo que en general no se toman el tiempo de convencer a las fuerzas sociales que les son ideológicamente hostiles. Prefieren poner en juego relaciones de fuerza, ya sea sirviéndose de la fuerza propiamente dicha (mediante revoluciones, motines, represiones), ya sea utilizando los procedimientos democráticos allí donde la constitución del país permite a la mayoría obligar por vías legales, si no legítimas, a los adversarios recalcitrantes, ya sea intentando imponer su propia concepción del mundo mediante la propaganda, e incluso la ‘reeducación’ –- o bien, finalmente, usando el arma suprema, la educación sin más: en efecto, quien esté en situación de educar a los hijos de sus adversarios políticos les inculcará su propia visión del mundo y tendrá entonces todas las razones para pensar que a la larga ha ganado la partida. De ahí que los problemas educativos tengan tan a menudo una carga política explosiva, totalmente desproporcionada en relación con su importancia pedagógica.
2) Los tres paradigmas del pensamiento social y político moderno.
Establecidas estas definiciones, creemos posible discernir en el pensamiento político occidental moderno tres grandes familias de teorías: las de la derecha, la izquierda y la democracia liberal. Y podemos considerar que cada una de ellas está ordenada en profundidad por un paradigma fundamental, esto es, por cierta visión del orden social. Digamos de manera esquemática […] que el pensamiento de derechas parece estar ordenado por el paradigma del orden natural; el de izquierdas, por el del orden artificial (o pensado, o construido), y el de la tradición democrática y liberal, por el del orden espontáneo (o pluralista, o policéntrico, o auto-organizado, o cultural).
La existencia de tres modelos de orden en la cultura moderna es el fruto de una larga evolución que cabe trazar brevemente como sigue.
3) El orden sagrado.
En las sociedades primitivas existe un único orden, el que ha sido querido y establecido por los dioses, conforme a la historia que cuenta el mito. Visto este origen suyo, dicho orden sagrado es intangible: los hombres no podrían imaginarse infringirlo, y menos aun modificarlo, sin descontentar gravemente a los poderes sagrados poniendo así en peligro al grupo. Por otro lado, es indistintamente cósmico y social: el mito cuenta cómo los dioses pusieron en su sitio el sol, la luna, el cielo y la tierra, etc., pero también cómo le dieron a la sociedad cierta estructura e impusieron el cumplimiento de ciertas prácticas. En consecuencia, para el hombre de las sociedades primitivas, cuestionar el orden social sería algo tan descabellado y peligroso como, para el hombre moderno, lo sería saltarse las leyes de la naturaleza. El orden sagrado excluye cualquier crítica social, y por lo tanto cualquier progreso. Las sociedades arcaicas son ‘sociedades sin historia’ y, de hecho, el despegue del desarrollo científico y técnico sólo pudo producirse cuando se rompió la lógica de las sociedades rituales y míticas.
4) Physis y nomos
Lo que la descompuso especialmente fue el advenimiento de la Ciudad griega. La aparición de la polis y del ágora hizo posible la libre discusión de los problemas sociales y cierta apropiación de la ley social por parte de los hombres. A continuación, los pensadores griegos, en particular los sofistas, reflexionando sobre la existencia de numerosas variaciones de la ley social en el espacio y en el tiempo, tomaron conciencia de que existía una diferencia fundamental entre el orden natural y el orden social. Todos los hombres que hallaron a lo largo del Mediterráneo (con ocasión de la colonización griega) tienen la misma naturaleza, el mismo cuerpo, las mismas necesidades; por el contrario, poseen costumbres sociales infinitamente diversas, y aun así cada conjunto de costumbres permite una forma viable de existencia social. Por lo tanto, ningún conjunto de costumbres debe ser considerado absolutamente necesario para la vida ni intangible. Los hombres pueden cambiar las leyes, transgredir tabúes, sin que ‘el cielo se desplome sobre sus cabezas’. Se pueden comparar las costumbres, los sistemas constitucionales, las leyes. Se puede decidir mejorar los de la ciudad en la que se vive apoyándose en modelos encontrados en otros lugares. Mediante la distinción así establecida entre physis, el orden natural, y nomos, el orden artificial, humano, los pensadores griegos –-desde los ‘Siete sabios de Grecia’ hasta los sofistas de la segunda mitad del siglo V antes de Cristo-- hicieron posible la actitud crítica, y con ello también la racionalidad científica, la ‘ciencia política’ y la ‘acción política’ en el sentido moderno, es decir, la acción que aspira a modelar deliberadamente las reglas de la vida social.
A partir de ahí, la dicotomía physis-nomos ha llegado a ser un lugar común en la filosofía del mundo greco-romano, especialmente estoica, y fue recogida por los juristas romanos y, después, por la Edad Media. Se ha distinguido entre derecho natural (jus naturale) y derecho positivo (jus positivum), el primero de los cuales es un orden natural, por ende permanente y universal, y el segundo un orden construido por la razón humana. Todo el pensamiento político de la Antigüedad y de la Edad Media se acopló a este molde, y en este molde planteó los grandes problemas de la política: afirmando algunos pensadores la primacía del derecho natural, mientras que otros afirmaban la independencia del derecho positivo y la posibilidad de forjar instituciones y leyes por la acción de la sola y libre voluntad humana.
5) Los órdenes intermedios entre naturaleza y artificio.
No obstante, nos hemos ido dando cuenta de que había realidades que no correspondían ni al orden natural ni al orden artificial.
Por ejemplo, el lenguaje. No es un orden natural, pues si lo fuera todos los hombres hablarían la misma lengua y, además, no habría evolución histórica de las lenguas. Ahora bien, sabemos que no es así. Por lo tanto, los hombres crean en cierta manera las lenguas que hablan. Pero, sin embargo, ello no significa que éstas sean órdenes construidos por la razón. No se ha conseguido nunca crear una lengua artificial (inclusive el esperanto, que es por lo demás poco utilizado, está construido sobre la base de varias lenguas naturales existentes). De hecho, la lengua se impone al hombre individual: para él, es un orden exterior y no manipulable, como los órdenes naturales. Por tanto, si nos atenemos al dualismo tradicional naturaleza / artificio es imposible llegar a ninguna conclusión acerca del tipo de orden que le corresponde al lenguaje: éste no es ni natural ni artificial, y es un poco los dos.
Si examinamos ahora la moral o el derecho, que evidentemente son ‘órdenes’ esenciales para el pensamiento socio-político, se imponen las mismas reflexiones. No son órdenes naturales, puesto que varían en el espacio y en el tiempo. No son órdenes artificiales, pues nadie ha podido crear ex nihilo una moral o un sistema jurídico como, en cambio, un ingeniero piensa y construye una máquina o cualquier otro artefacto. Por lo demás, ¿quién se sentiría obligado por una ley moral de la que se supiera que fue creada por uno o varios hombres en un momento localizable del tiempo? Una creación artificial como ésta sería percibida como algo que puede ser, en cualquier momento, criticado y modificado de nuevo, y sería imposible creer que cabría imponerla a todos en la misma medida, lo cual, sin embargo, parece estar implicado en la idea misma de moral (la moral está hecha de ‘imperativos categóricos’, de los que no se puede disponer libremente). Y, aun así, la moral y el derecho tampoco son órdenes naturales: de lo contrario, todos los pueblos habrían tenido en todo tiempo el mismo derecho y la misma moral, cosa que la historia contradice, la cual además nos enseña que la moral y el derecho son en una amplia medida creación de los hombres (por la jurisprudencia, la legislación y, en lo concerniente a la moral, por las grandes fundaciones doctrinales como las de Moisés, Sócrates, Cristo, Mahoma…). Por tanto, hallamos la misma contradicción insoluble que en el caso del lenguaje.
Cicerón era vagamente consciente del problema de la inclasificabilidad de estos órdenes. En la Edad Media, la cuestión se le planteó a santo Tomás, quien pensaba que existía un ‘precio natural’, pero constataba que los precios variaban en el mercado, de manera que no se podía atribuir estas variaciones a la voluntad únicamente, generosa o maliciosa, de los dirigentes o de los mercaderes, de modo que se vio obligado a admitir que otra realidad, ni natural ni artificial, se perfilaba en este fenómeno. Al discutir sobre la ‘ley divina’, ‘antigua’ y ‘nueva’, tomó conciencia también de lo que cabría denominar historicidad de las leyes.
Pero sólo en los Tiempos modernos y contemporáneos los pensadores se percataron de la especificidad de estos órdenes y se construyó explícita y científicamente su concepto. Economistas tomistas del siglo XVI dirán que los precios los establece ‘Dios’, lo que designa a un responsable distinto de la naturaleza o el hombre. Nicole y Boisguilbert evocarán la ‘Providencia’ que permitió que hombres malvados y encerrados en su pecado se rindieran no obstante servicio unos a otros gracias al procedimiento del mercado: ni la naturaleza quería una solución así, ni el hombre podía inventarla con su sola razón. Bernard Mandeville mostrará de qué manera los ‘vicios privados’ pueden producir ‘beneficios públicos’, es decir, de qué manera los hombres, movidos por sus pasiones y persiguiendo cada uno una meta personal, pueden no obstante contribuir a que emerja un orden colectivo fecundo y productivo. Ahora bien, este orden no es ciertamente artificial, puesto que los hombres no tienen ni la intención ni la conciencia de construirlo, ya que sólo piensan estar ocupándose de sus negocios particulares; ciertamente, tampoco es natural, puesto que la colmena abandonada a ella misma y devuelta a su naturaleza primitiva cae rápidamente en la miseria. Hume explicará con claridad cómo las ‘convenciones’ que definen la justicia son obra de los hombres sin ser obra de la razón humana. Adam Ferguson hablará de órdenes resultantes de las acciones humanas pero no de sus intenciones, y Adam Smith evocará al fin la famosa mano invisible del mercado, proveedora de orden mientras que no es la mano de un hombre ni la de un Dios, sino la de la sociedad, que, de ese modo, se organiza ella misma, se auto-organiza (aunque Smith no utiliza esta palabra). Más tarde, Spencer, los economistas marginalistas, Walras, Jevons, Pareto, y después Carl Menger, Hayek y los modernos pensadores de la teoría de sistemas perfeccionaron la comprensión teórica de la lógica que aquí opera, la de los órdenes que podemos denominar ‘espontáneos’ o ‘auto-organizados’.
A partir de ahí, el problema político quedaba enfocado desde una óptica distinta. El objetivo de las instituciones estatales y del orden jurídico ya no era adherirse a un pretendido orden natural, única fuente de lo justo, viable y fecundo. Tampoco era concebir mediante la razón a priori un orden social ideal o utópico, que a continuación se aplicaría sobre la realidad mediante un procedimiento revolucionario, ‘voluntarista’, ‘constructivista’. El objetivo era concebir las instituciones más favorables para que emergiera un orden social espontáneo, un orden tal que, de modo óptimo, pudieran ajustarse, unas a otras, acciones humanas irreductiblemente plurales y, así, producir realidades sociales superiores: el Derecho abstracto, que hace posible el surgimiento del mercado y, con él, una capacidad económica sin precedentes; las instituciones parlamentarias y democráticas, que minimizan el riesgo de que persistan dirigentes despóticos o que se adopten malas decisiones públicas; la libertad de prensa, que permite la aparición de una verdad sociopolítica más objetiva; las libertades académicas, que permiten el rápido surgimiento de la ciencia… Creemos que es este cambio fundamental de perspectiva el que hizo posible, gracias a una historia intelectual que se extiende a lo largo de cinco siglos, la elaboración de las teorías modernas del Estado democrático y liberal.
Pensamos que la historia del pensamiento político de los Tiempos modernos y contemporáneos se confunde con esta elaboración y con las resistencias que le opusieron pensadores tributarios de los dos paradigmas anteriores. Así pues, en este estudio veremos distinguirse con nitidez:
* una familia de pensamientos que calificaremos como ‘tradición democrática y liberal’, cuyo paradigma común es el orden espontáneo;
* una familia de pensamientos de derechas, cuyo paradigma es el orden natural;
* una familia de pensamientos de izquierdas, cuyo paradigma es el orden organizado.
Todo ello podemos resumirlo en el cuadro siguiente, a pesar de que el esquema resulta incompleto, pues el paradigma del orden pluralista ordena el pensamiento político en dos planos distintos:
PARADIGMAS DEL ORDEN SOCIAL Y FAMILIAS POLÍTICAS MODERNAS
II - LAS DOS CUESTIONES DE LA TEORÍA POLÍTICA
SEGÚN LORD ACTON
Las teorías políticas aspiran efectivamente a responder a una u otra de las dos grandes cuestiones siguientes, de acuerdo con la distinción establecida por el autor inglés Lord Acton (1834-1902):
1) ¿Quién debe ostentar el poder político?
2) ¿Cuáles deben ser los límites del poder político, quienquiera que lo ostente?
Esto equivale a decir que las teorías políticas pretenden resolver o bien la cuestión del poder dentro del Estado o bien la del poder del Estado. Es esencial entender que se trata de dos cuestiones diferentes que remiten a problemáticas heterónomas.
Podemos considerar que las respuestas a la primera cuestión se escalonan entre dos polos extremos:
Estamos ante un ‘gobierno autoritario’ (ya sea que adopte la forma de una monarquía, de una dictadura, de una oligarquía cerrada, etc.) cuando el hombre o el equipo dirigente adoptan ellos solos las decisiones y conservan indefinidamente el poder. Y estamos ante una ‘democracia’ cuando los dirigentes son designados al cabo de un procedimiento regulado y pacífico, con pluralidad de candidatos, libertad de expresión, debates contradictorios, elecciones, mandatos limitados en el tiempo. Así es posible reemplazar pacíficamente a los dirigentes y, si no se elige a los mejores dirigentes, al menos existe la probabilidad de que los peores no se mantengan de manera duradera en el poder.
Las respuestas a la segunda cuestión giran en torno a otros dos polos extremos:
Existe ‘totalitarismo’ cuando el Estado dirige ‘todo’ en la sociedad, posee un poder ilimitado, controla el pensamiento y su expresión, la vida social, la vida económica, y no reconoce ningún derecho propio a los individuos, a los grupos privados, a las minorías, a nada de lo que constituye la ‘sociedad civil’.
Merece destacarse que, aunque después de haber vivido y analizado las terribles experiencias del fascismo y el comunismo, la palabra ‘totalitarismo’ se haya vuelto peyorativa en la segunda mitad del siglo XX, fue sin embargo utilizada por teóricos de antes de la guerra con una intención positiva: su idea era que, si se quería que el Estado pudiera hacer prevalecer la justicia social y la eficacia económica, estaba justificado que se apropiase de todos los mecanismos de gobierno; la constitución española en vigor hasta la muerte de Franco señalaba que el Estado era ‘totalitario’.
Existe ‘liberalismo’ cuando la soberanía del Estado está limitada, es decir, cuando el Estado reconoce en teoría y derecho –-por ejemplo en una ‘declaración de los derechos humanos’ o en otras disposiciones constitucionales fundamentales-- y respeta en la práctica el principio según el cual su poder ejecutivo y legislativo no usurpará ciertas libertades fundamentales: libertad religiosa, libertad de pensar, libertad de prensa, propiedad, libertad de crear y dirigir empresas, de establecer contratos, de elegir libremente la propia actividad profesional…
Destaquemos que la palabra ‘liberalismo’ a veces posee, en la tradición, otro sentido, el de ‘liberalismo político’. Entonces designa lo que líneas ante hemos denominado ‘democracia’. Claro es que puede ir acompañado de ‘liberalismo económico’, pero no por ello dejan de ser nociones distintas. Los alemanes, que querían suprimir los gobiernos absolutistas de la Alemania del siglo XIX instaurando el sufragio universal y el gobierno parlamentario, se llamaban a sí mismos y eran llamados ‘liberales’. Pero no siempre eran partidarios del pluralismo ideológico ni de la libertad económica. En los textos, encontramos pues las distintas expresiones: democracia, liberalismo, liberalismo económico, no sin serios riesgos de confundirlos. Por nuestra parte, hablaremos de ‘democracia’ cuando se trate del ejercicio de las libertades políticas en el marco del aparato del Estado, y de ‘liberalismo’ cuando se trate de libertades de la sociedad civil que se puedan oponer al Estado. [...]
III – LA DEMOCRACIA Y EL LIBERALISMO SUPONEN
EL PARADIGMA DEL ORDEN ESPONTÁNEO
Si democracia y liberalismo van casi siempre juntos en los regímenes políticos históricos, no es por azar; es porque tienen en común el constituir órdenes pluralistas, espontáneos o auto-organizados.
Los sistemas institucionales democráticos se asientan sobre el debate contradictorio, la libertad de candidatura y de voto y, lo más frecuentemente, sobre gobiernos colegiados; implican separación de poderes y, por tanto, su reparto en diversas manos. Aun así, los partidarios de la democracia estiman que todo ello desembocará en una acción política coherente, que será posible definir y desarrollar una política continuada (incluida la política extranjera y de defensa) y elaborar una legislación estable. Afirman incluso que el resultado obtenido por procedimientos democráticos será más inteligente, tendrá en cuenta más elementos, comportará menos errores, etc., que el obtenido por un solo hombre o por un puñado de hombres actuando según su voluntad arbitraria. Igualmente, el liberalismo no tiene sentido más que si se cree que la libertad y las iniciativas del mercado optimizan la economía, que el pluralismo de la prensa o de la ciencia favorece la eclosión de la verdad y, así, que, también en este asunto, del pluralismo nace una forma superior de orden.
Pero sólo con la llegada de los Tiempos modernos y contemporáneos se desarrollaron decisivamente las doctrinas de la democracia y del liberalismo: la historia del pensamiento político en este periodo puede así caracterizarse como la historia de la lenta promoción del paradigma del pluralismo en cada una de las cuestiones fundamentales de la política, y, de manera simétrica, de la lucha desplegada contra este tipo de pensamiento, en cada uno de los otros dos terrenos, por parte de los pensadores de derechas apegados al paradigma del orden natural y por parte de los de izquierdas apegados al de la razón constructivista. (P. Nemo, Histoire des idées politiques aux Temps modernes et contemporaines; tr. esp. de Jesús Mª Ayuso Díez).