El sustrato ético de la política
Václav Havel (l936-2011)
[EL PEOR ENEMIGO ESTÁ EN CADA UNO DE NOSOTROS]
Aprendamos nosotros y enseñemos a los demás que la política debería expresar el deseo de contribuir al bien de la comunidad, no la necesidad de engañar o violar a la comunidad. Aprendamos nosotros y enseñemos a los demás que la política no ha de ser forzosamente un arte de lo posible –-tengo en mente, en primer lugar, las especulaciones, los cálculos, las intrigas, los acuerdos secretos y las maniobras pragmáticas-- y que puede ser el arte de lo imposible, es decir, de hacer cambiar para bien a cada uno de nosotros y al mundo. […] En el día de hoy, el peor enemigo está representado por nuestros propios defectos –la indiferencia por los asuntos de la comunidad, la vanidad, la ambición, el egoísmo, las pretensiones personales y la rivalidad-. La batalla principal aún nos espera en este campo. (Discurso de Año Nuevo de Václav Havel, Presidente de la República Checa).
[CONTRA LA INDIFERENCIA CÓMPLICE]
Hasta podemos afirmar que todos somos abiertamente sobornados: si aceptas en una empresa algún cargo (pero no como medio para servir a la mayoría, sino para servir a la dirección de la empresa), se te reconocen tales y cuales ventajas; si te afilias a la Unión de la Juventud, obtendrás el derecho y los medios para participar en diferentes distracciones; si participas como creador en algunas actividades oficiales, se te ofrecerán distintas oportunidades para crear... Se te consiente pensar lo que quieras, pero de cara al exterior has de estar de acuerdo, no buscar problemas, reprimir tu interés por la verdad y tu conciencia: sólo entonces tendrás todas las puertas abiertas.
Pero, si para que los hombres puedan realizarse en la sociedad se toma como base este ‘principio de la adaptación exterior’, ¿cómo se podrán movilizar las cualidades de los mismos y a qué tipo de gente se dejará llegar a las primeras filas?
Existe un espacio entre defenderse del mundo movidos por el miedo y conquistarlo agresivamente motivados por el afán de las ventajas personales; este espacio no debemos descuidarlo porque contribuye de manera importante a crear el clima moral de ‘la sociedad unida’ del presente. Estoy refiriéndome a la indiferencia y a todo lo que se relacióna con ella.
Parece como si la gente hubiera perdido la fe en el futuro, como si ya no creyera en la rectificación de los asuntos comunitarios ni en el sentido de la lucha por la verdad y el derecho […]. Adoptan una actitud resignada ante todo lo que quede más allá de la atención diaria a su seguridad personal; buscan las más diversas formas de evasión; caen en la apatía, en el desinterés por los valores superiores, se desinteresan del prójimo, se vuelven espiritualmente pasivos y les agobia la depresión. Y quien trate de resistir negándose, por ejemplo, a aceptar el principio de la hipocresía como punto de partida existencial y cuestiones el valor de la autorrealización pagada con el enajenamiento, es considerado por su entorno -cada día más indiferente- como un ser raro, un loco o un Don Quijote. Al final, es recibido inevitablemente con cierto rechazo, como todo el que se comporta de otra manera que los demás y que, por añadidura, constituye el espejo crítico de quienes viven a su alrededor. Existe otra posibilidad: aparentemente, la comunidad -ya indiferente- expulsa de su seno a tales individuos o los margina, tal como se le pide, aunque en secreto o en privado simpatiza con ellos, esperando que mediante esta encubierta simpatía por un comportamiento que quisiera para sí se tranquilice su concienca.
No obstante y de forma paradójica, esta indiferencia representa un factor social muy activo: ¿acaso no van muchos a las urnas, a las reuniones y se afilian a las organizaciones oficiales, más por indiferencia que por miedo? ¿No es con frecuencia el aparente buen funcionamiento del respaldo político al régimen una cuestión de rutina, un hábito, automatismo y comodidad, que camufla en realidad la resignación total? No sólo no se cree en estos ritos políticos, sino que no tiene sentido participar en ellos, pero al menos aseguran la tranquilidad. Entonces, ¿qué sentido tendría el no participar? Nada se lograría y, encima, se perdería esa tranquilidad.
A la mayoría de la gente no le gusta vivir en conflicto permanente con el poder social, menos aún porque tal conflicto puede concluir en la derrota del individuo aislado. ¿Por qué entonces no haría cada uno lo que se le pide? No le cuesta nada y, con el tiempo, hasta deja de pensar: no vale siquiera la pena reflexionar sobre ello.
La desesperación conduce a la apatía, la apatía a la adaptación, ésta a la rutina (el fenómeno se presenta luego como una prueba de la actividad política de las masas). En su conjunto, esto representa la base actual del llamado comportamiento normal. Pero, en realidad, se trata de una idea sumamente pesimista.
Cuán más profunda es la resignación del ser humano en relación con la posibilidad de una rectificación global de las cosas y, de manera general, en relación con todos los valores y objetivos superiores. En otras palabras, en lo que respecta a la posibilidad de actuar ‘hacia fuera’, el individuo vuelca con mayor intensidad su energía hacia donde encuentra obstáculos relativamente menores: ‘hacia dentro’. La gente piensa mucho más en sí, en su hogar, su familia, su casa porque ahí es donde encuentra la tranquilidad, puede olvidarse de todas las tonterías del mundo y desarrollar libremente su actividad creadora. Buscan, pues, muebles para la casa y cosas bonitas para elevar la calidad de vida, para hacer ésta más agradable; construyen casas en el campo, se dedican a sus coches, prestan más atención a la comida, la ropa y la comodidad casera. En una palabra: se orientan primordialmente hacia los parámetros materiales de su existencia privada. […] Al centrar todo el interés del ser humano en asuntos estrictamente consumistas, se pretende privarlo de la capacidad de percibir en qué medida crece su violación espiritual, política y moral; al convertirlo en nuevo portador unidimensional de los ideales de la sociedad consumista primaria, se persigue reducirlo a material dócil para una manipulación global. Hay que reprimir en su inicio cualquier peligro de deseo o de aspiración a cualquiera de las inmensas e imprevisibles posibilidades que puede tener como persona, encerrándolo en el mísero horizonte de las posibilidades que se le ofrecen como consumidor […].
Todo parece señalar que el poder social se comporta de forma adecuada para crear un ente cuyo único objetivo consiste en sobrevivir. Al tratar de mantener el camino de la menor resistencia, no tiene miramientos en cuanto al precio pagado: esto representa un duro ataque a la integridad humana, una brutal limitación del ser humano como tal.
Al mismo tiempo, este poder social legitima con una persistencia obsesiva su ideología revolucionaria, llevando ésta además en sí el ideal de la liberación multilateral del ser humano [...] Pero ¿dónde ha quedado el ser humano desarrollado de forma global, armoniosa y auténtica, un ser humano liberado del dominio de los aparatos sociales enajenadores, de la mistificada jerarquía de valores y libertades vitales, de la dictadura de la propiedad y del poder fetichista del dinero; un ser humano que goce plenamente de la justicia social y jurídica, participe de forma creadora en el poder económico y político, elevado en su dignidad humana y devuelto a sí mismo? Al final, en sustitución de la libre participación en las decisiones económicas, a cambio de una intervención amplia en la vida política y de un desarrollo espiritual libre, tan sólo se le ofrece al ser humano la posibilidad de decidir libremente el modelo de frigorífico o lavadora que se comprará. (Václav Havel, ‘Carta a Gustáv Husák [l975]).
LA POLÍTICA Y LA CONCIENCIA (l984)
No puedo liberarme de la impresión de que, por ahora, muchos hombres de Occidente han comprendido muy poco de lo que está ocurriendo en estos momentos.
Analizando una vez más por ejemplo las dos alternativas políticas básicas entre las que oscila actualmente el intelectual cocídental, creo que de hecho se trata sólo de dos formas diferentes de aceptación del juego que el poder impersonal ha ofrecido al hombre; o sea, sólo dos maneras distintas de marchar hacia una totalización general. Una variante de ‘la aceptación del juego’ la constituye el juego del intelecto personal con el secreto de la materia –este ‘jugar a ser Dios’-, es decir, nuevos y repetidos intentos de justificar la necesidad de armas hiperdestructivas destinadas a ‘la defensa de la democracia’, y que sólo ayudan a que la democracia siga degradándose hasta volverse esa ‘ficción inhabitable’ en que se ha convertido hace mucho el socialismo en nuestra parte de Europa [sometida a la URSS].
La otra variante de aceptación del mismo juego la constituye un embudo seductor que está succionando a muchos hombres sinceros y buenos, que se llama ‘la lucha por la paz’. Mi afirmación no tiene una validez general, pero muchas veces me parece como si ese embudo lo hubiera construido también ese pérfido poder impersonal que todo lo penetra, de manera que hubiera tendido así una celada al hombre en forma de la más poética colonización de su conciencia […]. ¡En este mundo de tradiciones racionalistas y de conceptos ideológicos, no existe una forma mejor de neutralizar al hombre honesto y amante de la libertad (la principal amenaza para todo poder impersonal) que la de ofrecerle una tesis, si es posible simple y con todas las características aparentes de una meta benéfica! ¿Podéis imaginaros otra cosa mejor que la posibilidad de luchar contra la guerra, que pueda encantar, emplear y ocupar más eficazmente una mente justa, y por lo tanto neutralizarla intelectualmente? ¿De qué otro modo podríamos realizar con mayor habilidad esta pacificación de la mente que ir engañando al hombre con la ilusión de que él solo puede conjurar la guerra haciendo fracasar la instalación de armas, aunque éstas serán instaladas a pesar de sus esfuerzos? Difícilmente encontraríamos una forma más fácil de totalizar el pensar de la gente; puesto que, cuanto más evidente resulta la instalación de las armas a pesar de todos los esfuerzos, tanto más rápidamente se radicaliza, fanatiza y finalmente enajena a sí misma la mente del hombre que se ha identificado plenamente con la meta de impedir esa instalación. Así, el hombre que emprendió su camino con la más noble intención acaba al final apareciendo justo allí donde el poder impersonal quiere tenerlo: en los raíles del pensar totalitario, donde deja de pertenecerse a sí mismo y renuncia a su propio juicio y a su propia conciencia en beneficio de ‘otra ficción inhabitable’. Si alcanzamos esta meta, es ya secundario el nombre que se le dé a la ficción: ‘el bienestar de la humanidad’, ‘el socialismo’ o ‘la paz’. Es cierto que, desde el punto de vista de la defensa y los intereses del mundo occidental, no es plenamente justificable afirmar ‘mejor rojo que muerto’; mas, desde el punto de vista del poder impersonal global (el llamado ‘planetario’ o, descriptivamente, el poder por encima de los bloques [comunista y capitalista]), se trata de una tentación totalmente diabólica por su omnipresencia, y no puede desearse otra cosa mejor: semejante consigna es una señal infalible de que quien está vociferando ha renunciado a su humanidad entendida como la capacidad de garantizar personalmente algo que le supera; o sea, sacrificar en un caso límite hasta su vida a ese sentido.
Patöcka escribió una vez que no vale la pena vivir la idea que no está dispuesta a sacrificarse a su propio sentido. Pero en el mundo de esa vida y de esa ‘paz’ (es decir, ‘el gobierno de cada día’) nacen las guerras con mayor facilidad: en él falta la única y genuina barrera moral contra éstas, la garantizada por el ánimo de contar con el supremo sacrificio. Las puertas al ‘aseguramiento irraciónal de los intereses’ han sido abiertas de par en par. La ausencia de héroes conscientes de por qué mueren, representa el primer paso hacia montones de cadáveres de los que mueren como si se tratara de un rebaño de ovejas. En otras palabras: el lema ‘mejor rojo que muerto’ no me irrita como una manifestación de capitulación ante la Unión Soviética, sino que me aterroriza como una expresión de la renuncia del hombre occidental al sentido de la vida y como muestra de su integración en el poder impersonal como tal. La consigna dice en realidad esto otro: no hay nada por lo que sacrificar la vida. Ahora bien, sin el horizonte del máximo sacrificio [el de la propia vida], cualquier sacrificio pierde su norte o no vale la pena. Nada tiene sentido. Es una filosofía de negación de la humanidad. Y esa filosofía sólo ayuda políticamente a la totalidad soviética; pero además crea la totalidad occidental.
Dicho con pocas palabras: no puedo quitarme de encima la impresión de que la cultura occidental está amenazada más por sí misma que por los misiles SS-20. Cuando un día un estudiante de la izquierda francesa me dijo con un brillo sincero en los ojos que Gulag era un impuesto pagado a los ideales del socialismo y que Solzhenitsin era un hombre personalmente amargado, una honda nostalgia se adueñó de mí. ¿Significaba que Europa es realmente incapaz de aprender de su propia historia? ¿Es que el simpático muchacho no comprenderá jamás que hasta el proyecto más sugestivo, como es el del ‘bienestar público’, prueba su inhumanidad en el momento en que necesita una sola muerte involuntaria (es decir, no aquélla que signifique un sacrificio consciente de la vida por su sentido)? ¿Es que realmente no lo comprenderá antes de ser encarcelado él mismo cerca de Toulouse? ¿Será que el newspeak [la neohabla] del mundo moderno ha suprimido el habla humana ya tan perfectamente que dos hombres no pueden comunicarse ni siquiera la experiencia más sencilla?
Después de estas severas críticas esperaréis, ciertamente, que yo os diga qué alternativa sensata veo para el hombre de Europa Occidental enfrentado cara a cara con los dilemas políticos del mundo actual.
Espero que todo lo dicho anteriormente haya dejado claro que, tanto los de Occidente como los de Oriente, tenemos ante nosotros una tarea fundamental de la que debería partir todo lo demás. Se trata de hacer frente a cada paso y en todas partes, atenta, premeditada y cuidadosamente, mas al mismo tiempo con riesgo de la vida, a la automoción irracional del poder anónimo, impersonal e inhumano de las ideologías, sistemas, aparatos, burocracias, lenguajes artificiales y consignas políticas; defenderse ante su presión compleja y multilateralmente alineable, tanto en forma de consumo, publicidad, represión, técnica o frase hecha (la hermana carnal del fanatismo y del pozo del pensar totalitario). Sin reparar en todas las burlas posibles, extraer nuestras medidas de nuestro mundo natural y reclamar para él la existencia decisiva que le es negada; estimar con la humildad de los sabios sus límites y los secretos que están detrás de ellos; reconocer que en el orden del ser hay algo que evidentemente supera todas nuestras incumbencias; relacionarnos siempre y sucesivamente con ese horizonte absoluto de nuestro ser, que –si lo intentamos un poco- descubrimos de nuevo en cada ocasión y soportamos en todo momento como al principio; partir en nuestros actos y procedimientos, de las experiencias, medidas e imperativos personalmente garantizados, reflejados sin prejuicios y no censurados ideológicamente; confiar en la voz de nuestra conciencia más que en todas las especulaciones abstractas y no construir otro tipo de responsabilidad que la que nos llama hacia esa voz; no sentir vergüenza por ser capaces de amor, amistad, solidaridad, compasión y tolerancia, sino, al contrario, liberar las dimensiones básicas de nuestra humanidad, desde el destierro en el sector privado, y aceptarlas como los únicos puntos de salida legítimos hacia una comunidad humana sensata; regirnos por nuestro propio juicio y servir a la verdad como experiencia genuina en todas las circunstancias.
Sé que todo esto suena muy general, muy vago y poco real, pero yo os aseguro que esas palabras aparentemente ingenuas nacen de experiencias muy concretas y no siempre muy fáciles con el mundo, y que -si me permitís decirlo de este modo- sé de qué estoy hablando.
Los sistemas totalitarios actuales constituyen la vanguardia de ese poder impersonal que está arrastrando al mundo por una vía irracional, orlada por la naturaleza devastada y plataformas lanzacohetes. No debemos ver ni disculpar, ni ceder, ni aceptar sus modos de juego, ni, por lo tanto, adaptarnos a ellos. Estoy convencido de que podremos rechazarlos mejor si los estudiamos imparcialmente, si aprendemos a base de sus ejemplos y si los afrontamos mediante nuestro ser radicalmente diferente, que nace de luchas permanentes con ese mal que aquellos sistemas encarnan tan paradigmáticamente, pero que está presente en todas partes y por lo tanto también en cada uno de nosotros. El mayor peligro para ese mal no lo representan los misiles apuntados contra uno u otro Estado, sino su negación fundamental en la estructura misma de la humanidad actual: el retorno del hombre hacia sí mismo y hacia su responsabilidad por el mundo; la nueva comprensión de los derechos humanos y su reclamación persistente; la oposición contra toda manifestación de poder impersonal situado fuera del bien y del mal, dondequiera que esté y sin cesar, aunque disfrace sus trucos y su manipulación de cualquier modo, por ejemplo, bajo la necesidad de defensa contra los sistemas totalitarios. En resumidas cuentas, rechazaremos mejor la totalidad si la desterramos de nuestra propia alma, de nuestro medio, de nuestro país; si la desterramos del hombre moderno. Y ayudaremos mejor a quienes sufren en los Estados totalitarios si sabemos oponernos en todo el mundo a ese mal que forma el sistema totalitario, del que éste extrae sus fuerzas, del que emerge como ‘su vanguardia’. Si no encuentra algo que le permita ser su vanguardia o su retoño, acabará al final perdiendo su caldo de cultivo. La responsabilidad humana restaurada representa la barrera más natural contra toda irresponsabilidad; si, por ejemplo, con una responsabilidad legítima -o sea, no sólo bajo la presión de un interés egoísta por las ganancias- se propaga el potencial espiritual y tecnológico del mundo desarrollado, impedirá también su transformación irresponsable en armas destructoras: es, indudablemente, muchas veces más cuerdo operar en la esfera de las causas que reaccionar solamente a las conescuencias; lo segundo, por lo general, se puede hacer sólo con medios del mismo orden, o sea, igualmente inmorales. Ir por este camino significa únicamente difundir en el mundo el mal de la irresponsabilidad y producir de esa manera precisamente el veneno del que vive el totalitarismo.
Soy partidario de ‘una política antipolítica’. Es decir, de una política que no equivalga a una tecnología del poder y a la manipulación con él como una forma de dirección cibernética de los hombres o como un arte de finalidades concretas, prácticas o intrigas, sino de la política como una de las formas de buscar y de conquistar el sentido de la vida; cómo protegerlo y cómo servirle; una política como moralidad practicada; como un servicio a la verdad; como preocupaciones por nuestros prójimos, preocupaciones auténticamente humanas, que se rigen por medidas humanas. Es una forma muy poco práctica en el mundo de hoy y difícilmente aplicable en la vida cotidiana. No obstante, yo no conozco otra alternativa mejor.
Cuando fui condenado y luego cuando cumplía la pena, conocí en mi propia carne la importancia y la fuerza benéfica de la solidaridad internacional. Jamás dejaré de estar agradecido por todas sus manifestaciones. Pero, sin embargo, no creo que nosotros, los que intentamos decir la verdad en voz alta pese a nuestras condiciones, estemos en una situación asimétrica y que debamos ser los que pidamos y esperemos siempre una ayuda, sin ser capaces de ofrecérsela también a quienes nos la brindan.
Estoy convencido de que lo que se llama disidencia en el bloque soviético, representa una experiencia moderna específica: la experiencia de vivir en el difícil escollo del poder personal deshumanizado. Como tal, el ‘disentimiento’ tiene la oportunidad y hasta el deber de reflejar esa experiencia, de testimoniar y transmitirla a los que han tenido la buena suerte de no sufrirla. Significa que incluso nosotros tenemos la posibilidad de asistir en cierta forma a quienes nos ayudan, auxiliarles en interés común de todos, en interés del hombre.
La experiencia fundamental es el hecho de que lo que yo llamé ‘una política antipolítica’ es posible y puede tener su efecto, aunque por su misma esencia no se puede calcular de antemano. Dicho efecto tiene, naturalmente, un carácter distinto a lo que en Occidente entienden como éxito politico. Es oculto, indirecto, a largo plazo y difícilmente mensurable […]. Pero vemos –y creo que se trata de una experiencia de relevancia principal y general- que un solo hombre aparentemente impotente que se atreve a gritar en voz alta una palabra verídica, y que la defiende arriesgando toda su vida y está dispuesto a pagar duramente por ella, tiene increíblemente un poder mayor, aunque formalmente carezca de otros derechos, que miles de electores anónimos en otras condiciones. Se ve que incluso en este mundo de hoy –y hasta justo en el escollo en que silban los vientos más afilados- es posible oponer una experiencia personal y su mundo natural al poder ‘inocente’, denunciando su culpa, como lo ha hecho el autor del Archipiélago Gulag. Se demuestra que la verdad y la moralidad pueden fundar un nuevo punto de salida para la política y tener una fuerza política indudable hasta en nuestros días […]. Se ve que las categorías tan genuinamente personales, como es el bien y el mal, siguen teniendo un contenido unívoco y en ciertas circunstancias pueden socavar el poder aparentemente indestructible con todo su ejército de soldados, policías y burócratas. Se enseña que la política no tiene que ser para siempre un asunto de expertos profesionales en la técnica del poder, y que un simple electricista con un corazón valiente y puro, que sabe estimar algo superior a sí mismo y no tiene miedo, puede cambiar la historia de su pueblo.
Sí, ‘la politica antipolítica’ es posible. La política ‘desde abajo’. La política del hombre y no del aparato [del partido]. […]
Al escribir Jan Patocka sobre la Carta 77, aplicó la noción de ‘solidaridad de los conmovidos’. Tenía en cuenta a los que se atrevieron a oponerse al poder impersonal, afrontándolo con lo único de que disponían: su propia humanidad. ¿No estriba la perspectiva de un futuro mejor para este mundo en una comunidad internaciónal de conmovidos? Ellos fueron quienes sin respetar las fronteras de los Estados, sistemas políticos y bloques de poder, fuera del alto juego de la política tradicional, sin aspirar a cargos ni a secretariados, intentaron convertir en fuerza política real un fenómeno del que hoy día se burlan tanto todos los tecnólogos del poder: ¡la conciencia humana! (Václav Havel, La política y la conciencia, en La responsabilidad como destino).