Anulación de la conciencia en el Estado totalitario
Vassili Grossman (1905-1964)
Después de un primer momento de felicidad y una luminosa sensación de alivio espiritual, Nikolái Andreyevich experimentó por primera vez en su vida un sentimiemo desconocido: algo turbio, tormentoso.
Un sentimiento nuevo, extraño y particular, un sentimiento de culpabilidad. Se reprochaba su debilidad moral, su intervención en el mitin, su firma en la carta colectiva que condenaba a los monstruosos médicos, su disposición a aceptar una mentira notoria, el hecho de que aquel consentimiento había nacido en él voluntariamente, con sinceridad, del fondo de su alma.
¿Había vivido correctamente? ¿Era de veras un hombre honesto como todos a su alrededor le consideraban?
Crecía, se reforzaba en su alma aquel sentimiento tormentoso, de penitencia.
En la hora que el infalible Estado divinizado confesaba sus crímenes, Nikolái Andreyevich tomó conciencia de su terrena carne mortal: el Estado, al igual que Stalin, tenía crisis cardiacas y albúmina en la orina.
La divinidad, la infalibilidad del Estado inmortal, no sólo oprimía al individuo sino que también lo protegía y lo consolaba de su debilidad, justificaba su nulidad: el Estado cargaba sobre su espalda de hierro todo el peso de la responsabilidad, liberaba a los hombres de la quimera de la conciencia. Y Nikolái Andreyevich se sentía como si estuviese completamente desnudo, como si miles de miradas extrañas estuvieran observando su cuerpo desnudo. […]
Oh, qué desagradable resultaba aquel examen de sí mismo; era increíblemente repugnante la lista de infamias.
En ella figuraban asambleas generales, sesiones del Consejo científico, conmemoraciones solemnes y festivas, reuniones relámpago del laboratorio, artículos y dos libros, banquetes y visitas a gente importante y despreciable, las votaciones, las bromas de sobremesa, las conversaciones con los cuadros dirigentes y las firmas suscribiendo cartas, y las recepciones en casa del ministro.
Pero en el pergamino de su vida había habido numerosas cartas de otro tipo: las que no había escrito, aunque Dios le hubiera mandado escribirlas. Había silencio allí donde Dios había ordenado pronunciarse. Había una llamada telefónica que tendría que haber hecho y no hizo. Había visitas que era pecado no realizar y que no realizó; había dinero, telegramas no enviados. Eran muchas, muchísimas las cosas que figuraban en el inventario de su vida.
Y era absurdo ahora, completamente desnudo, sentirse orgulloso de lo que siempre se había sentido orgulloso: de no haber denunciado nunca a nadie; de que una vez, citado en la Lubianka, se había negado a dar información que comprometiera a un colega arrestado; de que, al encontrarse por la calle con la mujer de un compañero deportado, no le había dado la espalda sino que le había estrechado la mano mientras le preguntaba por la salud de sus hijos. De todo aquello, ¿de qué podía sentirse orgulloso…?
Toda su vida consistía en un gran y prolongado acto de obediencia; ni una vez había desobedecido.
Por ejemplo, con Iván: durante treinta años, Iván había deambulado por cárceles y campos penitenciarios, y Nikolái Andreyevich, que se sentía orgulloso de no haber renegado nunca de él, no le había escrito ni una sola vez durante aquellos treinta años. Cuando Iván le escribió, Nikolái Andreyevich le pidió a una vieja tía que respondiera aquella carta.
Todo lo que antes le parecía natural había comenzado a angustiarle, a roerle.
Se acordó de que, en un mitin celebrado con motivo de los procesos de l937, había votado a favor de la pena de muerte para Rikov y Bujarin.
Durante diecisiete años no se había acordado de aquellos mítines, y ahora, de repente, los recordaba.
En aquella época le había parecido extraño, insensato, que un profesor del instituto de ingenieros de minas, cuyo nombre había olvidado, y el poeta Pas- ternak se hubieran negado a votar a favor de la pena de muerte de Bujarin. De hecho, los mismos malhechores habían confesado durante el proceso. Fueron interrogados a puertas abiertas por Andréi Yanuárievich Vishinski. No había duda de su culpa, ¡ni sombra de duda!
Y ahora, de repente, Nikolái Andreyevich recordó que había tenido dudas. Sólo fingía que no las tenía. De hecho, aunque hubiera estado convencido en el fondo de su alma de la inocencia de Bujarin, de todas maneras habría votado a favor de la pena de muerte. Le había resultado más cómodo no dudar y votar, así que había fingido ante sí mismo que no tenía dudas. Y no había podido dejar de votar porque creía en los grandes objetivos del Partido de Lenin-Stalin. Creía que por primera vez en la historia se había construido una sociedad socialista, sin propiedad privada, y que para el socialismo era necesaria la dictadura del Estado. Dudar de la culpabilidad de Bujarin, negarse a votar, habría significado dudar del potente Estado y de sus grandes objetivos.
Pero aun con aquella fe sagrada, en algún rincón del fondo de su alma anidaba la duda. (Vasili Grossman, Todo fluye).