DE LA ERA QUE COMIENZA

(enero de 1998)

 

Philippe Muray (1945-2006)

 

Un fantasma recorre la sociedad actual: el de una crítica en la que no había reparado. A fin de protegerse de esta amenaza, segrega sin cesar sus propios contestatarios y los lanza de avanzadilla: objetores de reemplazo, rebeldes a tiempo parcial, sucedáneos de perturbadores, placebos de subversivos, sediciosos sintéticos, agitadores en nómina, amotinadores postizos, vociferantes de recambio, sublevados semi-oficiales, provocadores moderados, institucionales denunciantes de tabúes, insurgentes del justo medio, promotores de disturbios gubernamentales, eman­cipa­dores subvencionados, comuneros bien atemperados, energúmenos ministeriales. Con tales tropas suplentes, la época que comienza se ha propuesto entablar la guerra contra la libertad.

 

    De una manera más general, la civilización que se despliega ante nuestros ojos no logra un dominio y un control perfectos más que a condición de incluir en ella el conjunto de lo que parece contradecirla. En adelante, ella -y sólo ella- es la que custodia las protestas generales y los clamores indignados. Ella se ha atribuido lo negativo, que ella misma fabrica a todo trapo, como lo demás, y con lo que satura el mercado, si bien lo hace para impedir que se use fuera de ella. El “anticonformismo”, las “desviaciones”, la “trasgresión”, el “exilio interior” y la “marginalidad” ya no son, desde hace muchísimo, otra cosa que productos domesticados. Y los peores “malos pensamientos” son criados como ganado en la vasta zona de estabulación de cemento armado de la Corrección y el Consenso. De este modo, cualquier pensamiento verdadero resulta proscrito por sus duplicados. En el reino de la malversación recuperadora, toda negación real debe ser eliminada.

 

    Eso sí, estos agitadores normalizados se sublevan en rebaño. La civilización que comienza protege la “subversión” siempre y cuando la haga entrar en la categoría de lo cuantitativo. Todas las críticas que ella favorece se parecen y por esto es posible distinguirlas de la verdadera crítica, siempre aislada.

    Si denomino hiperfestiva esta civilización en la que el anarquista es coronado y todas las diademas son libertarias es porque se necesitan palabras que aún no hayan servido para intentar estudiar una vida cotidiana que se anuncia sin antecedentes. Las fórmulas corrientes de análisis ya no pueden acceder a la nueva realidad humana que vemos extenderse por doquier. Se precisan técnicas de desciframiento que carezcan, ellas mismas, de ejemplos, a fin de hacer que aparezca un objeto de estudio tan com­pli­cado de captar como cierto en sus efectos. Como este método experimental des­de­ña recurrir a los viejos pensamientos especializados, empezará pareciendo sin duda demencial, o por lo menos raro, hasta que los desarrollos fatales de nuestra nueva era del mundo le aporten el lote de confirmaciones suficientemente impre­sio­nan­tes.

 

    Hiperfestiva, pues, cabe llamar a esta civilización porque la festivización globa­li­zada parece ser el trabajo propio de nuestra época y su mayor novedad. Esta festivización intensiva guarda tan sólo lejanas relaciones con lo festivo de antes, incluso con la ya vieja “civilización del ocio”. Lo festivo “clásico” y localizado (las fiestas populares de antaño, el carnaval, etc.), como lo festivo doméstico garantizado más recientemente por la televisión, han quedado en adelante anegados en lo festivo total, o hiperfestivo, cuya infatigable actividad modifica y transforma sin cesar los comportamientos y el entorno. En el mundo hiperfestivo, la fiesta ya no se opone, o no entra en contradicción, con la vida cotidiana; es ella la que se convierte en lo cotidiano mismo, en todo lo cotidiano y nada más que lo cotidiano. Ya no cabe distin­guirla de aquélla (y, a partir de este momento, todo el trabajo de los seres vivos consiste en mantener indefinidamente alguna ilusión de distinción). Las fiestas cada vez más gigantescas de la era hiperfestiva, la Gay Pride, la Fiesta de la música, la Love Parade berlinesa no pasan de ser unos síntomas entre otros de esa vasta evolución. La cercanía del año 2000 nos promete aún nuevas sorpresas. El chusco catálogo de los proyectos contemplados por el Ayuntamiento de París con tal ocasión ofrece una lectura más regocijante de lo que, sin duda, nunca lo será el espectáculo de su realización. En él las estupideces más lastimosas se atropellan, embriagadas de una impotencia eufórica y senil: delante del Ayuntamiento se erigirá un libro de quince metros de alto; falsos peces multicolores decorarán el Sena; se organizará una concentración gigante de Harley Davidson (la Harley World Pride), y, para coronarlo todo, tendrá lugar una apoteosis fantástica: ¡justo a medianoche, el 31 de diciembre de 1999, la torre Eiffel parirá un huevo gigante repleto de televisores centelleantes, también ellos, de imágenes del mundo entero! No nos perdonaríamos perdernos este parto monstruoso, esta Navidad del infierno, esta abominable Natividad metálico-catódica, este portal de Belén demoníaco, este espectáculo de una torre de chatarra pariendo, entre sus cuatro patas, una camada de teles balbucientes de virtualidad, parloteantes de comunicación, soltando en vagidos ya todo ese follón de tontería simultánea de las emisiones del universo.

 

    Dicho esto, una de las mejores maneras de no entender nada de la civilización que está abriéndose hueco es seguir denunciando sus aspectos más viles y visibles; sus pormenores económicos, por ejemplo. Todas las indignaciones morales no tienen otra función que la de ayudar al ciudadano de ahora a vivir con suavidad los mañanas vergonzosos de la desaparición del mundo concreto. Resulta enteramente vano, por volver a tomar un ejemplo del mismo ámbito, quejarse de la marea inédita de Hallo­ween en Francia y de su recuperación “por la industria y el comercio asociados”, como escribía Libération el 31 de octubre último. Igual que sería ya demasiado tarde para deplorar esa festividad suplementaria, viendo en ella un indicio entre otros de la americanización de los espíritus. El repentino triunfo en Francia de esta fiesta resulta interesante precisamente porque no corresponde a nada de la que, por pereza, se llama aún cultura francesa. De este modo, participa pues con total libertad en la edificación de un nuevo universo privado de contenido en el que France Télécom puede lanzarse sin provocar la risa de nadie, y disponer unas calabazas ridículas en los jardines de Trocadero anunciando la transformación de “ese lugar prestigioso en huerta extraordinaria”.

 

    Todas las fiestas de hoy se sitúan más allá de las fiestas. El universo hiper­fes­tivo es, dicho con total precisión, ése en el que ya no hay días de fiesta. Es también el universo del que desaparece ese abandonarse festivo al principio de placer que era el uso del humor, de la extravagancia, de la palabra ingeniosa, de la risa crítica, del sin­sen­tido, de las diversas formas espirituales de problematización. Hiperfestivo es ese universo en el que cualquier broma es, más que nunca, objeto del acecho del buitre virtuoso. La existencia actual debe ser amada como tal, y hasta llega a estar prohibido que uno haga bromas de sí mismo. La sociedad hiperfestiva es una sociedad en la que no se ríe porque se trata de un mundo en el que se combate. Con orgullo y sin descanso. Y, a fin de cuentas, se combaten tantas cosas que ni siquiera es necesario decir qué y por qué. “Luchar” y “combatir” son intransitivos dichosos. E imperativos sol­te­ros. Y opciones solitarias. Y mónadas disciplinarias. Nada les falta; o, si algo les falta, prescinden muy bien de ello. En este dominio, como en tantos otros, la finalidad es una cuestión que siempre que se plantea resulta impertinente. Un día, en Libé­ration, con un título poderosamente significativo (“El Poseído”), pudimos ver retratado al eminente director de la redacción de Le Monde (1): “Cree” –se nos decía-. ¿En qué? No hay respuesta. Por lo demás, ¿acaso es necesario precisar? “Su vocabulario –se nos explicaba— está trufado de una palabra: combate”. Y no se nos indicaba contra qué. En fin, resumiendo, se trataba de la descripción de “un fraile rojo lleno de virtud y fidelidad”. En cuanto al humor, como por azar, este personaje lo había clavado “en la picota” –nos enseñaba elogiosamente para terminar--. Todo era perfecto. La resa­cra­lización titubeante del mundo que opera la era hiperfestiva, y la divinización del ser humano que la acompaña, se acomoda mejor al sacerdocio que a la revelación de la comedia de la existencia, y de la existencia como comedia. Por muy descuajeringada que se presente, la Iglesia hiperfestiva nunca pierde el norte: no soporta la profa­na­ción. El régimen que impone progresivamente, la festivocracia, es una teocracia posterior a la agonía de la era democrática y de los últimos conflictos. La fiesta de la era hiperfestiva se extiende, literalmente y en todos los sentidos, post festum: llega al final de todo.

 

    En este universo deshilachado, en el que se acumulan las catástrofes y la economía mundial apenas ya necesita hombres, la humillación y el desasosiego se han vuelto tan grandes, tan alarmantes, que urge compensarlos con los medios que sean. El sistema hiperfestivo es una alternativa a los azotes de la época porque se propone restaurar el narcisismo colectivo gravemente malparado. Esta restauración se llama reconocimiento. La pasión del reconocimiento se manifiesta mediante decla­ra­ciones de orgullo de repetición. Ese orgullo contemporáneo flota como una bruma de desdicha sobre las ruinas de la soberanía de épocas pasadas, y sobre los vestigios hace mucho calcinados de lo que pudo ser la gloria como moral heroica en la noche de los tiempos. Es un orgullo rampante cuantitativo y colectivo, una afirmación del yo tribalizado, después globalizado y al fin universalizado. Es una altivez de rebaño, una glorificación gregaria, un narcisismo planetario.

 

    La fiesta de la era hiperfestiva ya no es una fiesta, sino la afirmación de un orgullo, por tanto también la aprobación del mundo en cuanto fiesta, y de la fiesta como divinización de los humanos contemporáneos en cuanto desindividuados. En este sentido, no nos equivocamos tanto el verano último al hablar, a propósito de las Jornadas mundiales de la juventud, de Catho Pride. Si la Iglesia y su historia han des­apa­recido de verdad, quizá haya sucedido durante ese episodio de aparente euforia. Todo ello se disolvió en el orgullo de ser católico, en un contento de sí unánime y carnavalesco del que el concreto humano (el desacuerdo con el mundo dado) sin duda ya se había retirado hacía mucho tiempo. La misa se la engulló la verbena; y al antiguo catolicismo, como a todos los otros cultos, esa mística de los tiempos nuevos que, en lo sucesivo, hay que denominar panfestivismo. Por supuesto, la aparición de esta religión nueva se produce a expensas de todas las demás, de las que por otro lado conserva algunos rasgos, a la par que les priva de su valor esencial (conflictivo). Con ocasión de esas JMJ, la Iglesia reanudó relaciones con las masas tan poco como “aprendió sobre los medios de difusión” cuando el episcopado decidió discutir de Internet con el académico seráfico Michel Serres, supremo dispensador de la cíber-pomada de los tiempos multimedia. En ambos casos, esa especie de aggiornamento no ha representado más que el acto de sumisión de una institución bimilenaria al nuevo amo hiperfestivo.

 

    Cuando todos los que militan en pro de que, en las orillas del Sena, se organice una Parada tecno tan monumental como la terrorífica Love Parada berlinesa, y prometen por las calles de París un millón de personas detrás de “camiones con sound system”, para acabar declarando que “la tecno debe exhibirse en la calle”, lo que hay que entender es que ese pasmoso imperativo categórico de exhibición es el nuevo deber de estado del honrado individuo de hoy, el habitante (también él sin antecedentes) del nuevo planeta, y al que experimentalmente llamo Homo festivus (2).

* * *

NOTAS


(1) Edwy Plenel (n.d.e.).

(2) La primera Parada tecno será organizada en París el 19 de septiembre de 1998 (n.d.e.).

[Traducción de Jesús María Ayuso Díez]

 

Cada vez que pierde su rostro interior, queda el mundo reducido a mera exposición universal (Henri Maldiney)

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