DE LAS CATÁSTROFES

(febrero de 1998)

 

Philippe Muray (1945-2006)

 

Cuando no está esquiando por París, Homo festivus sale con sus barajones a pasearse por alguna montaña mediana; y provoca un avalancha de nieve que, con un ruido infernal, cae rodando para engullirlo. O bien participa en un pequeño puerto cualquiera en una fiesta del mar que termina en naufragio. Cuando no es su camping el que acaba anegado bajo un torrente de lodo. Todos estos horrores no tienen ninguna gracia. Pero lo singular es la cara de estupefacción infinita, la expresión de dolorosa sorpresa de Homo festivus cada vez que la naturaleza le juega una de sus malas pasadas: ¿Será malvada la montaña? ¿Peligroso el océano? ¿Pueden crecer las orillas hasta volverse ríos mortales? Ni siquiera la búsqueda sistemática de responsabilidades, las investigaciones, el acoso a los culpables llegarán nunca a consolar a Homo festivus de este género de traición. No hay más que ver, cada invierno, durante la habitual “ola de frío” que por lo general se las arregla para coincidir con las vacaciones de febrero, a todas esas gentes bloqueadas en las autopistas, naufragadas, atrapadas en trenes parados y condenando la negligencia de las autoridades, para comprender que de hecho, detrás de todas esas acusaciones, lo que, con la era hiperfestiva, retorna es el pensamiento mágico, aun cuando hayan cambiado un poco los términos en los que se expresa. Ya no se baila para que llueva o para convencer a la lluvia de que cese, pero se busca a los responsables si hay hielo en las carreteras; y de buena gana se les lincharía si se les tuviera a mano (en enero, tras la catástrofe de Orres (1), se metió en la cárcel a uno de los guías supuestamente culpable, y fue para “garantizar su seguridad”). Desde que lo concreto ya no existe, los decorados naturales, convertidos en terreno de juego, se han acercado vertiginosamente a las Ideas platónicas. Además se exige de ellos la misma transparencia que de los asuntos de Estado y que de la vida privada de las vedettes a la vista. Homo festivus tiene la creencia, dura como el berrocal, de que la montaña o el océano son sinónimos de la palabra felicidad; que fueron inventados para servir de joyeros a la perfección de su diversión. En esas condiciones, el menor accidente se convierte en un escándalo, y en un navajazo al contrato festivo. Que la montaña o el mar recuerden de vez en cuando su existencia independiente de la visión hiperfestiva es una especie de crimen. Como todos los niños, Homo festivus confunde su deseo con una realidad que ya no existe. No quiere considerar que la Naturaleza pueda ser tortuosa, engañosa, complicada. Cuenta con que su pueril religión le garantizará contra el azar y los accidentes, esos regolfos del Antiguo Régimen, esos espectros de un tiempo en el que no se había inventado aún el riesgo cero.

 


(1)  El 23 de enero de 1998, por debajo de la cresta del Lauzet, cerca de Orres (Altos Alpes), una avalancha sorprendió a un grupo de jóvenes excursionistas con bujarones de Montigny-le-Bretonneux (Yvelines), causando once muertos, de los cuales nueve adolescentes y dos de sus acompañantes. El guía de alta montaña que les acompañaba fue investigado y encarcelado en la prisión de Gap. Perseguido por “homicidios y heridas involuntarios”, fue condenado el 28 de octubre de 1998 a tres años de prisión con una suspensión parcial y a la prohibición de ejercer su oficio durante cinco años (n.d.e.). [Traducción de Jesús María Ayuso Díez]

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