De la ciudad festivizada

(febrero de 1998)

 

Philippe Muray (1945-2006)

 

Ya no hay ciudades. La fiesta las ha reemplazado. No se han vuelto por ello más divertidas. Una vez más, no son tanto las fiestas propiamente dichas las que evoco, sino la festivización progresiva y totalitaria de la sociedad. Lo hiperfestivo no podría resumirse en este o aquel festejo parcial, si bien la tendencia al gigantismo de la mayoría de ellos, la especie de acromegalia galo­pante que les azota es también un buen síndrome que hay que descas­carillar. Pero por ella misma ninguna fiesta aislada permite acceder al concepto de hiperfestivo. Únicamente a través del estudio sistemático de la disolución de los seres humanos en la animalidad festiva, sólo por el análisis de la reanima­li­zación muy compleja y progresiva de la sociedad, cabe esperar lograrlo. Esta reanimalización, inseparable ella misma de la hipótesis del final de la Historia, se exhibe bajo múltiples máscaras. Y, si el fenómeno no lo constata todo el mundo, es porque lo festivo se ha ido infiltrando, poco a poco, en cada uno de nosotros; por así decirlo, se ha colado en nuestro código genético, ha modificado el conjunto de nuestras percepciones.

Ya no hay ciudades porque la separación clásica  entre ciudad y fiesta  se ha derrumbado, como se derrumban la mayoría de las separaciones, como hace poco se desplomó en el teatro la separación entre la escena y el público, lo que de inmediato trajo consigo la desaparición del teatro (pero no la del público, que al parecer aún no se ha enterado de nada). Ya no hay ciudades porque ya no hay realidad urbana que pueda ser considerada algo distinto a una actividad turística. Todo lo que vive se precipita hacia el horizonte hiperfestivo. Ni siquiera merece la pena ir a buscar, como síntomas de la festivización absoluta, a esos parados de la metalurgia de Lorraine a quienes se les propuso, hace unos años, reciclarse como Pitufos en un parque de entretenimiento, con lindos gorritos en la cabeza y rabitos de pompón; o, asimismo, a los empleados desa­for­tunados de la atroz Disneylandia. La Lunaparkisación es tan total que llegará un día en que incluso borre los parques de entretenimiento: se habrán esfu­mado por no diferenciarse del resto del decorado. Homo festivus no tiene ya anta­gonista. Lo vemos en todas partes, empinado sobre sus neo-patines, los rollers on line [patines en línea]. ¿Quién habría podido imaginar, cuando se nos metió en la cabeza “reconquistarles” a los coches invasores el espacio peatonal a golpe de “mobiliario urbano”, que no iba a ser a los peatones a quienes se les devolviera el espacio, sino a los nuevos figurantes de la civilización hiperfestiva, a esas bandas idílicas cada día más numerosas de patinadores celestiales? Aquí está, Homo festivus, en sus pompas como en sus obras; es él, el planeador beatífico en las nubes de la era post-histórica. Hace sólo unos diez años, el espec­táculo nocturno de pandillas de jóvenes calzados con patines y sorteando los coches en un silencio paranormal como duendes de ciencia ficción era única­mente una curiosidad americana. Pero sabido es que todo lo más dañino que se invente al otro lado del Atlántico acaba atravesando el océano. Así, se han vendido en Francia tres millones de pares de neo-patines en menos de tres años, según el semanario L’Express, que en enero se mostraba exultante por ello. “A medio camino entre el esquí y el patín de hielo”, el patín en línea tiene todo lo nece­sario para convertir la ciudad en pista de patinaje de ensueño. No sólo explotan las ventas de móviles: todo cuanto contribuya a borrar las antiguas fronteras, por tanto también, claro está, las más elementales condiciones de inteligi­bi­lidad, se difunde a brazo partido. Cuanto menos se entiende, mejor se está. Con el teléfono móvil, en pocos meses ha recibido un golpe mortal fulminante la distinción que aún quedaba entre vida privada y espacio público. Con el patín en línea, lo ex-humano fusionado, flexible, asexuado y cefirado, accede al fin a la dignidad de flujo. Habría además que cambiar el vocabulario: no se debería hablar más de multitudes, ni de masas, sino simplemente de flujo. Civilización de flujo, en lugar de civilización de masas; cultura de flujo, en vez de cultura de masas. Para colmo (sigue L’Express informándonos), el adepto al patín en línea tiene una moral. Y esta moral es excelente, si no, no se le haría caso. Esta moral no está “en la línea”, como se decía antes, en los tiempos aquellos en que los partidos eran los que tenían una línea; está en línea, sin más, como los patines mismos. Se nos informa de que la palabra preferida de los ungidos adeptos del deslizamiento es el pegajoso pero tradicional vocablo “convivencia”. Al parecer, estos arcángeles se hacen “el signo de la paz” cuando se cruzan por las aceras. Con lo que el patinaje urbano es un humanismo. Más aun: un humani­tarismo. La guerra a la guerra avanza sobre patines. En el mundo post-histórico, así pues también post-guerrero, la batalla es una fiesta y la fiesta una batalla. Por supuesto, unas intenciones tan dulces acaban volviendo indiscu­tibles a quienes las propalan.

El individuo –-me estoy refiriendo al ancestro de Homo festivus--, ¿seguiría reconociendo como descendientes lejanos suyos a los grupos de jóvenes mutados que, cada viernes por la tarde (esta vez es el diario Libération el que habla de esto), se deslizan ritualmente por todo París sobre sus patines en línea como bancos de peces virtuales, y así acaban de californiar la ciudad, es decir, de borrarla? Es preciso haberles visto una vez al menos pasar entre los coches una tarde de verano, inmateriales y alucinatorios como los tenistas oníricos del final de Blow up, para tener una ilustración lo bastante fiel y dulcemente comatosa de lo que Hegel llamaba “la vida, semoviente, de lo que está muerto”. Igual que es necesario, al menos una vez en la vida, haberse hojeado las páginas de prosa laxativa de los Bodin, Coelho, Gaader, Delerm y otros anodinos de grandes tiradas, especialistas clonados de la poesía de la proximidad, para saber qué es lo que reclama la era hiperfestiva cuando de literatura se trata. Todas estas novedades son contemporáneas y patinan juntas, en conserva. “Doscientos chiflados del patín en las calles de París”, proclama Libération, que matiza que el amante del patín en línea tiene entre veinte y treinta años y va “pertrechado de protecciones múltiples, arropado como un jugador de hokey”. Y que su “panoplia guai comprende un pantalón a cuadros y una sudadera ancha a la americana”. De modo que, por primera vez que yo sepa, disponemos de una filiación completa de la indumentaria de Homo festivus, el Amigo público nº 1, el filoneísta que sólo quiere hacerte el bien. En comparación, de golpe los joggers [1] se han vuelto viejos: una generación se entierra. Y al lado de esto, hay personajes malhechores (en este caso, el presidente del grupo socialista en el Consejo de París, si bien él sólo es un ejemplo entre mil) que encabezan su programa electoral con la superestupenda idea de “devolverle un puesto central al niño” en París. Como si el niño no lo tuviera ya, ese puesto central; y como si París, debido precisamente a ello, existiera aún; y como si los adultos siguieran siendo, en lo sucesivo, algo distinto a los niños [2].

    Es fácil conocer las intenciones criminales de Homo festivus en período post-histórico y en materia urbanística. Basta con mirar esos paneles desola­dores que se multiplican por las esquinas de las calles, en los que se anuncia, con el arrogante tono cómplice y fanfarrón tan peculiar de esta época de derrota en campo raso, que “la ciudad reinventa sus barrios”.

Pequeños bo­ce­tos lamentables ilustran ese hermoso proyecto y pretenden describir lo que será la vida urbana de los próximos años. En ellos, vemos calzadas que no son ya más que presas de los coches de niños, imbéciles risueños, madres de familia, patinadores-no-fumadores y otras categorías más de mongólicos y mongólicas satisfechos de sí. Nada de conflictos, nada de antagonismos. Es ese domingo de la vida del que hablaba Hegel “que iguala todo y que aleja toda idea del mal”. Parque de atracciones sin atractivos, pero obligatorio y sin retorno, sin exterior. La muerte, “semoviente”, lleva una vida infernal. Es lo mismo que ha sido bautizado, de manera tan admirable cuanto sintomática, como operación “París-barrios tranquilos”. Aquí, por fin, podemos estar seguros de que, en efecto, estaremos tranquilos y ya no pasará nada. Y de que nunca más nadie, en el futuro, tendrá la oportunidad de escribir, como Balzac al inicio inolvidable de La fille aux yeux d’or: “Allá, todo humea, todo arde, todo brilla, todo bulle, todo se quema, se evapora, se apaga, se vuelve a encender, centellea, chispor­ro­tea y se consume. Nunca en ningún país hubo vida más ardiente, más chis­peante e intensa”. En este París post-histórico, se nos promete “un nuevo modo de compartir el espacio público para una coexistencia más armoniosa de las funciones de la ciudad”; o también “una circulación más fluida a velocidad reducida”; y también “un acceso más fácil de los vecinos a su inmueble”. Se trata también de “itinerarios con seguridad”, de “disposiciones que tienen como objetivo disuadir de la circulación de paso”, de “mobiliario de protección trans­versal”, de “bordillos de granito” y de “rampas de adoquines”. Tantas hermosas promesas y proyectos miríficos  de los que es fácil deducir la aniquilación sistemática de las ciudades en beneficio de una neo-población de muertos-vivientes, ciudades de cuyo aire nadie dirá ya, como antaño Marx, que eman­cipa. En los años 20 ó 30, Giono, con cierta ingenuidad, soñaba con la destrucción de París, que describía como un monstruo: “devorador, gruñidor, cavador de tierra, imbuido en la hediondez de sus sudores humanos como un gordo hormiguero que exhala su ácido”. Con impaciencia aguardaba “el día en que los grandes árboles reventarían las calles, o el peso de las lianas haría desmoronarse el obelisco y curvarse la torre Eiffel; el día en que, ante las taquillas del Louvre, ya no se oiría más que el rumor de las vainas maduras abriéndose y de las granas salvajes cayendo; el día en que, de las grutas del metro, saldrían jabalíes deslumbrados agitando trémulos su cola”. Sin embargo, lo que ha tenido lugar no es el retorno de Natura, sino el triunfo de Cultura. Y lo único que por doquier vemos son patinadores deslumbrados que surgen agitando derechos humanos.

    La larga marcha semanal de las milicias volantes de la virtuosidad en patines pasa por lugares prestigiosos (Notre-Dame, el Pont-Neuf, la Concorde, etc.) que Libération enumera como si se tratase de monumentos eternos de una ciudad no cambiada, cuando ya han sufrido el más profundo de los reformateos, la más sanguinaria de las “rehabilitaciones”, la purificación festiva más draconiana. Era preciso todo esto para transformarlos en marco habitable, es decir, en terreno de juego para Homo festivus. “Las sensaciones pueden compararse con las del esquí –confía uno de ellos-. Esquiar en París; es gracioso, ¿no?”.

    En efecto, es gracioso. Y también es la razón por la que ya no hay ciudades, además de la mejor ilustración posible del acabamiento de la Historia, es decir, de la desaparición de la dialéctica real.

    “La historia se detiene –escribe Kojève- cuando el Hombre ya no actúa, en el sentido fuerte del término, es decir, ya no niega, ya no transforma lo dado natural y social mediante una Lucha sangrienta y un Trabajo creador. Y el Hombre ya no lo hace cuando lo Real dado le ofrece plena satisfacción, realizando plenamente su Deseo (que es en el Hombre un Deseo de reconocimiento universal de su personalidad única en el mundo). Si al Hombre lo satisface verdadera y plenamente lo que es, entonces no desea ya nada real y por lo tanto no cambia ya la realidad, dejando así de cambiar realmente él mismo”. (Febrero de 1998; Après l'Histoire). [Trad. esp. de Jesús Mª Ayuso Díez]

 


[1] Practicantes de jogging:  gente que, por deporte, corre por las calles.

[2] La misma tiranía metódica se aplica con una creciente ferocidad al medio rural, y ya no existe tampoco ninguna realidad agrícola o campesina que pueda poner en pie otra cosa que no sea actividad festiva. Pocos meses después, pudimos enterarnos de que las incansables asociaciones de persecución de los cazadores organizaban unas peticiones para prohibir la caza el miércoles y el domingo, es decir, esos días de gran terror en que, cada semana, el niño y el adulto aniñado están en el candelero (diciembre de 1998).

 

Philippe Muray

 

 

Après l'Histoire

Gallimard, col. Tel

2007

El rincón de la cita

La solución más tentadora y más fácil para encontrarle sentido a la vida es la que, por doquier, se está imponiendo a nuestro alrededor. Se trata de que cada cual huya de sí, se arroje fuera de sí en brazos de algún asombroso espectáculo capaz de absorberle por completo, hasta el punto de que deje de pensar en él mismo y se olvide totalmente. Para ello, eso sí, el espectáculo tiene que funcionar sin parar, y esto precisamente es lo que ha venido a aportarle al hombre perdido de nuestro tiempo la técnica: la posibilidad de perderse incesantemente. (Michel Henry)

De la era que comienza

(enero de 1998)

(Philippe Muray)

De las catástrofes

(febrero de 1998)

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Del arte contemporáneo

(marzo de 1998)

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Muerte al Tamagochi

(mayo de 1998)

Philippe Muray

La realidad escamoteada por la imagen (Günther Anders)

Machado, Jaspers, Chesterton

La Ola

(película de Dennis Gansel, 2008)

Radiografía del hombre-masa

(José Ortega y Gasset)

Anulación de la conciencia en el Estado totalitario

(Vasili Grossman)

Democracia liberal frente a Totalitarismo

(Tzvetan Todorov)

Marx y Tocqueville: la dimensión simbólica de los Derechos humanos

(Claude Lefort)

El sustrato ético de la política

(Václav Hável)

Los tres paradigmas del pensamiento social y político

(Philippe Nemo)

¿Es el Humanitarismo el final de la política?

(Pierre Manent)

El rostro o mi responsabilidad para con el Otro

Emmanuel Levinas

Rodrigo Agulló sobre Philippe Muray:

Philippe Muray y la demolición del progresismo

(I y II)

Philippe Muray

El imperio del bien