DEL ARTE CONTEMPORÁNEO
(Marzo de 1998)
Philippe Muray (1945-2006)
Los defensores del arte contemporáneo miran por encima del hombro a sus detractores, un poco a la manera como, hace unos años, vimos a la ‘elite’ fustigar a las masas reticentes cuando se trataba de hacer que votasen por Maastricht bajo el azote mediático y las ráfagas de insultos de los ‘intelectuales’ iluminados. La misma arrogancia destemplada, empapada de buena conciencia y de devoción supersticiosa por lo ‘nuevo’ presentado siempre como ineluctablemente ganador, se encuentra en ambos casos: lo que se le reprocha al público es que no quiere entender dónde reside su interés. Y, también en ambos casos, lo más cómico resulta ser que la clase ‘superior’ es la que está en la vanguardia, y son las masas a las que se trata de reaccionarias. También aquí, como por lo demás en todas partes en esta sociedad hiperfestiva que se revela como el desarrollo hasta el infinito del principio antiguo de la Fiesta de los locos, el anarquista es coronado, el ‘anticonformista’ se exhibe con el lomo dorado, a los ‘desviados’ se les reconoce por ser institucionales, y el ‘exiliado interior’ es el que, de toda la jaula, grilla más alto. Y también es él, este ‘rebelde’ profesional, el que no cesa de oprimir al ciudadano de base y de darle lecciones sobre cómo vivir, sobre estética o sobre moral. Por primera vez, los dominadores son los que hablan la lengua de la trasgresión, porque quieren conservar lo que es y porque creen ellos que lo que ha logrado ser verdadero (la victoria perpetua de la innovación sobre la tradición) también lo será mañana. También por primera vez, la trasgresión es el medio esencial de dominación. Podría decirse incluso que el universo de la trasgresión ha ocupado el sitio de la producción: en él, el consumidor es despreciado y vigilado como el trabajador era despreciado y vigilado en el antiguo universo. Sus gustos regresivos son estigmatizados, y su reeducación forzada va camino de culminar.
Los defensores del arte contemporáneo nunca olvidan presentarse como perseguidos: no sólo tienen que hacer frente a la caída de las subvenciones, a la crisis del mercado del arte, e incluso a las primeras ‘desregulaciones’, sino que además –como hace unos meses gemía Le Monde llamado ‘de los libros’ - están expuestos a las ‘denuncias perentorias’ de los anti-modernistas: verdaderamente es demasiada desgracia e ingratitud. A Dios gracias, tienen el futuro para ellos porque, al parecer, Picasso y Matisse “siguen sacando de sus casillas a los bienpensantes”; lo que es –hay que reconocerlo- un consuelo y hasta una excelente noticia: aún subsisten bienpensantes que no son defensores del arte contemporáneo.
De nuevo, de lo que aquí se trata es de forzar la creencia en que continúa la historia justo en el momento en el que su insustancialidad se vuelve flagrante. En cambio, insistir sobre la hipótesis del final del arte no implica regocijarse por que se acabe, menos aún dar muestras de nihilismo estético; es estudiar la manera en que vuelve a cerrarse lo que quizá no haya sido más que un período entre dos paréntesis; y percibir que gritan como descosidos los que, en el momento de ese cierre, se han visto pillados con los dedos posados en el portón automático. La desaparición del arte es un acontecimiento que aguarda su sentido, pero cabe dudar de que algún día lo halle. Evocar ese final como una eventualidad seria no significa que ya nunca más ningún individuo vaya a decirse artista; ni siquiera que no vuelva a haber en el futuro grandes artistas. La hipótesis del final del arte concierne únicamente a la hipótesis del final de la historia del arte, es decir, al momento en el que se agotaron las últimas posibilidades del arte, siendo los propios artistas (Picasso, Duchamp) los causantes; y en el que, por lo tanto, desde el punto de vista de los artistas, ya sólo se plantea la temible cuestión de la deseabilidad del arte en términos de supervivencia, inscrita en lo sucesivo en una historia enteramente distinta, aún inconsciente.
Si este final es verdadero, querer que el arte continúe, y quererlo sacudiendo anatemas contra quienes hoy dudan de su necesidad, tratándolos de conservadores o de reaccionarios, es la manera más eficaz de privarse de una última posibilidad: la de pensar este final, la de seguir teniendo contacto pues, por la meditación, con el secreto de esa historia; con Picasso, como con Duchamp, pero también con todos los que, mucho antes que los actuales detractores del arte, habían firmado tranquilamente su acta de defunción; estoy pensando en Baudelaire hablando a Manet de la ‘decrepitud’ de la pintura; en Hegel concluyendo que el arte es ‘algo del pasado’ (algo que ya no puede afirmar ninguna ‘necesidad efectiva’); en los situacionistas que, muy pronto, detectaron la malhechora existencia del ‘dadaísmo de Estado’; en Debord, que constataba en 1985 que ‘desde 1945 no se había visto aparecer ya, en parte alguna, un solo artista verdaderamente interesante’. Pero en quien sobre todo pienso es en Nietzsche y su feroz profecía de Aurora: “El arte de los artistas debe desaparecer un día, absorbido enteramente por la necesidad que los hombres tienen de fiesta: el artista retirado aparte y exponiendo sus obras habrá desaparecido”. La civilización de lo festivo sin orillas es precisamente la época de la disolución del arte y de los artistas, expuestos a las radiaciones del imperativo del expansionamiento generalizado. Lo hiperfestivo es el momento de la superación fatal y absoluta del arte. Todo el mundo debe estallar, brillar, pasárselo bomba. Todo el mundo debe ser artista. Todo el mundo debe ser todo el mundo. La fiesta es lo que expulsa a lo concreto, y a cada cual le incumbe ser capaz -como lo decretaba en 1981 el ex ministro Jack Lang, postillonero numérico y salivoso, trémulo todo él de inanidad sonriente- de desarrollar sin descanso sus “capacidades inventoras y creativas”. Frase oscuramente imbécil a la que Kafka parece haberle proporcionado por adelantado un admirable eco cómico en el último capítulo de América, aquél en el que aparece ese “Gran Teatro de la Naturaleza” de Oklahoma gracias al cual todos los seres están destinados a expansionarse en un mundo de comprensión recíproca, de legitimación creativa, de expansionamiento festivo, de ejercicio del libre albedrío y de derecho a la felicidad. “¿Sueña usted con ser artista? –pregunta un cartel que lee Karl, el personaje principal de la novela-. Venga. Nuestro teatro hace artista a cualquiera y coloca a cada cual en el puesto que le corresponde”. Comentaristas poco advertidos han creído poder ofrecer de este episodio una interpretación mística o utópica, cuando de lo que trata es de algo más horriblemente real, pero que no ha encontrado su verdadera figura hasta Lang, y los espantosos pensadores del arte contemporáneo; y que además no podía encontrarla mientras la civilización no hubiera descendido, al fin, hasta estas cuevas.
El magma de la Cultura absorbe al arte y a los artistas, igual que lo ha absorbido todo, en un sistema infinito de consumo mutuo, interactividad, comunicación, creatividad y espontaneidad, en el que desaparecen las últimas significaciones. Todo se disuelve en la efervescencia de la fiesta, es decir, en el escaparate de un “orgullo” unánime donde las individualidades son eufóricamente abolidas. Aquí, como en otras partes, Homo festivus se lo pasa en grande; pero aquí más que en otras partes, y aunque nadie ponga en duda sus buenas intenciones democráticas, se cree con el derecho a reivindicar aún un privilegio heredado de los tiempos heroicos: el de ser considerado, a pesar de todo, un gran hombre, un individuo superior, un mago, una lumbrera de masas, un faro de la humanidad. Ilusión de Antiguo Régimen, y hasta abuso flagrante, que sólo sirven para que este asunto estético resulte un poco más confuso todavía.
Los representantes de la “elite enterada” no saben mucho, salvo que sería peligroso dejar que la cuestión del arte contemporáneo se planteara en términos históricos, por el riesgo que entraña ver tomarse en serio la inconveniencia de Hegel, la brutalidad de Nietzsche o la lucidez de Baudelaire. Por ello, la mayoría de cuantos han discutido recientemente sobre el arte contemporáneo han dejado cuidadosamente de lado la eventualidad del final del arte. Como no disponen de ninguna teoría que dé cuenta de este final, se les va la vida en ponerlo en duda. Aquello de lo que no pueden ofrecer ninguna explicación no quieren en modo alguno que otros lo aborden. Niegan lo que no pueden comprender. Y ponen a escurrir a quienes han tenido la desgracia de descifrar más que ellos. Su oscurantismo triunfal es muy particular. Es el enemigo exacto de la libertad.
Toda esta querella postiza se ha desatado en plena atmósfera de euforia ahistórica y de complicidad para negar lo real, peculiaridades de la era hiperfestiva. Los paladines del arte actual agotaron sus últimos cartuchos acusando a los que lo denigran de ser tan obtusos como los espectadores del siglo XIX cuando se reían de Monet o de Cézanne y se oponían a que se erigiera el Balzac de Rodin. Se han limitado a continuar una operación de chantaje y de intimidación que empieza a oler a cerrado. En cuanto a los vanguardistas de antes (de la época ahora antediluviana en la que esa noción tenía sentido), si son denunciados como sospechosos de no siempre haber estado donde deberían estar, es decir, en la punta del progreso y de la lucha por la emancipación es que quienes hoy se ocupan de las vanguardias están primero y sobre todo en la punta del poder. Progresistas en el vacío, emancipadores sin riesgo, vanguardistas conniventes, todos los altaneros examinadores de la “recuperación” de los movimientos revolucionarios de antaño son unos recuperados de nacimiento o de vocación, cuyo trabajo consiste en camuflar incesantemente esa recuperación. Quienes sostienen el arte contemporáneo lanzan una nueva guerra del opio para forzar a aceptar como obras de arte la pacotilla que bricolean desde hace casi cincuenta años unos hombres y unas mujeres que si se intitulan artistas es por faltarles obra y ocupación. Ahora bien, toda esta propaganda va dirigida a un público cuya reticencia crece. Son intentos de trasplantes, y, como tales, corren peligro de rechazos rotundos.
Claro que no existe odio al arte (1). En cualquier caso, existe menos entre quienes ponen en duda la pertinencia misma del arte contemporáneo que entre los que se empeñan absolutamente en simular que creen que el arte del periodo posthistórico sigue siendo arte. ¿Quién va a querer la muerte de esos desgraciados artistas a los que ya nada logrará sacar de su miseria, salvo el más frío de los monstruos frío hoy, el Estado, cuyo apoyo cultural ha sido uno de los espectáculos más obscenos que haya habido que soportar desde hace unos veinte años? Nadie. Y su martirio aun lo deseamos menos. Sólo querríamos que dejaran de decirse artistas como habían podido serlo Miguel Ángel, Degas o Giotto durante el período histórico; y que no sigan considerándose herederos suyos (nos sabemos la copla habitual de estos maestros-cantores: “Los que escupen sobre mi obra son los descendientes de los que escupían sobre Manet”). No es pedirles demasiado que busquen palabras nuevas para designar sus actividades en el espacio Arte. Podría servirles de inspiración el inimitable estilo en el que se han propuesto los “empleos jóvenes” de Martine Aubry: les quedaría bastante bien intitularse agentes de ambiente simbólico, coordinadores-pintura o mediadores plásticos. Aunque la verdad es que entran en arte como antaño se entraba en religión: porque no se tenía ninguna esperanza de heredar de nadie. El despoblamiento del campo, y después el aumento del paro, son las causas prosaicamente desoladoras y sociológicas de esta inflación de artistas, de la post-guerra, febrilmente poseídos de su apostolado poético-mágico procedente de ningún sitio y transfigurado en misión creadora. Todavía las “Treinta Gloriosas”, donde había trabajo para casi todo el mundo, nos ahorraron, qué duda cabe, algunas vocaciones artísticas suplementarias, afortunadamente derivadas en su momento hacia profesiones más decentes. Esa época, ay, se acabó del todo. Sobre el mantillo de la “exclusión” y del paro galopante, los artistas proliferan; y se nutren en circuito cerrado de toda esa miseria cuyos parásitos son.
Sabiéndose injustificados, pretenden legitimarse haciendo gala de una bondad, una compasión, una dedicación a los intereses de los más desfavorecidos con las que intentan desarmar una hostilidad creciente. Siempre al salir de la Historia se invoca la moral, con la que aún se espera dar al presente apariencia de eternidad. En la jerga de nuestro tiempo, al arte contemporáneo se le alabará por ser “ecléctico e híbrido”, o por “poner en práctica un pluralismo impuro”. Lo cual significa que de entrada ya posee su etiqueta de indispensable, multicultural y mestizo. Convertido en una suerte de medicina paralela, con el mismo título que la fitoterapia, la homeopatía, la acupuntura, la aurículoterapia, la litoterapia, la aromaterapia o el hierbalismo, el arte pondera las virtudes milagrosas de sus plantas medicinales en el tratamiento o la prevención de las enfermedades sociales. A partir de ahí, ¿quién podría atreverse a lanzar una mirada crítica o descarada a los cromos neo-sulpicianos que puede prodigar? Tanto más cuanto que esos cromos reivindican, sin dejar de ser cromos, un estatus de obras revolucionarias: quieren hacerse aceptar al mismo tiempo como “provocaciones” y como buenas acciones. Consideran que el público los recibe a la vez como “chocs” y medicamentos. Hace unos meses, Libération les preguntaba a unos artistas: “¿De qué, de quién os sentís contemporáneos?”. “Del multiculturalismo, de la victoria electoral de la izquierda, de los sin papeles”, les respondió uno de esos buenos apóstoles. “De mis colegas, aborígenes o no”, replicó otro. “De la familia del mundo”, ha encarecido un tercero. Tales camelos, que casi vuelven refrescantes, a posteriori, el compromiso proletario del pintor realista-socialista Fougeron y sus cuadros tenebrosamente militantes que representaban accidentes de trabajo. Sobre todo, tales profesiones de fe, que basta imaginarlas en la boca de Rubens, Cézanne, Renoir, Velázquez o Delacroix para descacharrarse.
Ya no hay diferencia entre el discurso de los artistas, el de la elite ilustrada y los de la clase política. También aquí se ha producido la fusión, se ha borrado la división sexual, han desaparecido las discriminaciones, se ha ahogado todo en una misma y lamentable homilía sobre la necesidad de la tolerancia, el envilecimiento del racismo, la suavidad de la libertad de expresión, la bajeza ante los “valores” de un tiempo demolido. Tampoco hay diferencia entre los artistas y lo que representa hoy el extremismo festivo más antipático. Así es que, en Bellas Artes, tienda confitera de la buena conciencia vanguardista desconfiturada, deshecha, es posible descubrir los turbadoramente conmovedores lazos que mantienen las “artes visuales” con la cretinez festivísima de la “cultura tecno”; la cual –se nos dice, lo que tranquiliza mucho- “construye los modos de vida de mañana”. Esta unión de dos artes tan incomible el uno como el otro, pero ambos rigurosamente ciudadanos, al enterado no puede menos que regocijarle: estaban hechos para casarse. Les deseamos que sean felices y que terminen sus días juntos, a condición de que sea lo antes posible.
Recitando un catecismo que no cuesta nada, las bellas almas renuevan sin cesar su derecho a evolucionar en las esferas superiores. El arte contemporáneo es así un charity-business. La representación que la sociedad hiperfestiva se ofrece a sí misma de su unidad pasa por la exhibición de un tejido social desgarrado. Estos desgarros exhibidos son heridas que deben ser curadas. Esas heridas justifican la defensa cada vez más febril de ciertos fenómenos supuestamente capaces de cicatrizarlas: el deporte que favorece la integración y reabsorbe la violencia, la música como lenguaje universal, el arte contemporáneo que ya no tiene otra legitimación que combatir las “fracturas”. Gracias a todas estas cruzadas, Homo festivus consolida todas las negaciones por las que reina (negación del no-mundo, negación del final de la Historia, negación del conjunto de diferencias aún existentes a pesar de todo). Esta sociedad que desconoce su nombre y que no sabe ya adónde va, se apresura en asignar misiones para todo aquello que juzga indispensable conservar. Lo que ella no está ya en condiciones de hacer, exige que, en su lugar, lo hagan ciertas instancias. Así el arte se encuentra al cargo del trabajo caritativo y de los sobresaltos compasivos. Se le pide que esté en lucha, también él, como todo el mundo (en lucha contra el sida, contra la fractura social, etc.). Hasta ahora, algo imperceptible y frágil lo había protegido de verse asignar pareja misión. Esa protección arraigaba entera en la distinción, aceptaba por casi todos, entre lo real y lo simbólico, o entre la obra y la existencia. Entre las “manifestaciones de los tiempos modernos” (la técnica, la ciencia, la huida de los dioses, etc.), Heidegger alineaba la entrada del arte en el horizonte de la estética, y designaba como una novedad que el arte pasara en adelante por ser expresión de la vida humana. Pero los artistas se presentan hoy más bien como intérpretes de todo el pathos de la vida cotidiana. Aún le habría provocado una carcajada a cualquier aficionado de los años setenta el que se le hubiera contado que el arte debería un día asumir el caos del desamparo social. Los modernistas actuales, que se atribuyen sin consultar a nadie la cualidad de continuadores de las dos o tres últimas generaciones de verdaderos modernistas, se dan prisa en olvidar en nombre de qué negatividad radical y amoral eran celebradas las realizaciones de la modernidad de entonces. Para no coger más que un ejemplo, resulta divertido recordar lo que Barthes, en 1973, en Le Plaisir du texte, tenía la franqueza de decir a propósito de “esas producciones del arte contemporáneo que agotan su necesidad tan pronto como han sido vistas (pues verlas es comprender inmediatamente cuál es el fin destructivo al que están expuestas: ya no hay en ellas ninguna duración contemplativa o deleitosa)”. Estas palabras han cumplido ya veinticinco años y, si se quiere medir el desastre que intentan conservar los modernistas actuales cuando defienden el arte contemporáneo contra los malvados ataques de los reaccionarios, basta compararlas con las declaraciones del ultramodernista Douste-Blazy, ex ministro de Cultura, hoy perdido tras el balance pero que brilló un instante con todas sus llamaradas cuando defendía el arte como si fuera una minoría perseguida: “Debemos ayudar a los creadores porque es la única respuesta colectiva e individual que hoy podemos aportar al desasosiego social” (2). También a él le debemos esa aproximación fulgurante y memorable, en una tele-noche de lucha contra el sida: “Hoy son necesarios nuevos aliados a la medicina: los valores de la cultura y la civilización”. En el mismo registro edificante, no sé ya qué reportero del Monde evocaba a esos “músicos, actores, escenógrafos, coreógrafos, bailarines, escritores, plásticos, que no han dejado de describir, de denunciar y de combatir todas las ‘fracturas’ de la actividad de los hombres –las desigualdades sociales evidentemente, pero también el repliegue sobre sí, la violencia, el resurgir de los nacionalismos y los fundamentalismos, los conflictos armados, las hambrunas-, tantos sufrimientos que son la esencia misma de la creación artística en un país democrático”. Más recientemente pudimos leer en Le Nouvel Observateur el panegírico de una coreógrafa que dio “una nueva prueba de su compromiso al instalarse en un bloque de viviendas” de las afueras de Lyón. Alquiló veintiocho apartamentos destinados a acoger un Centro coreográfico. ¿Su objetivo? “Contribuir a que reviviese el barrio con el baile”. Pero lo evidente es lo contrario, que todo lo que intenta hacer revivir era su arte muerto, la danza, trasfundiéndole un poco de sangre fresca de los barrios con dificultades. El nuevo realismo-dolorismo se pretende el amigo de todas las miserias y no podríamos reprochárselo. Lo hiperfestivo incluye lo humanitario y lo caritativo; y el arte no se puede apartar si quiere continuar haciéndose la ilusión de que perdura. De todos modos, no le queda más que esta ilusión.
El retorno del arte (que no tenía su finalidad más que en la negación y que sólo evolucionaba por ella) como organismo de beneficencia, como agente de los derechos humanos, cuando no como héroe anti-espectacular (existen profesionales de lo “subversivo” y de lo “perturbador” que argumentan que el arte moderno está contra los medios de difusión, que el arsenal de imágenes y técnicas que lo compone es una muralla contra la imbecilidad espectacular), representa una desaparición mucho más fatal y mortal que todos los ataques que haya podido sufrir. La Historia, es decir, el proceso de “transformación de la naturaleza en hombre” (Marx) no siempre existió. No hay ninguna garantía de que la negatividad que está en su origen, y que ha seguido siendo su motor durante largo tiempo, sea inmortal. Esta negatividad es inagotable e inagotablemente creadora sólo mientras subsista en el hombre el miedo a recaer, sin ella, en la animalidad. Es probable que el arte, su desarrollo histórico, proceda enteramente de este terror. Las obras de los grandes pintores a través de los siglos son las voces de esta angustia: son la negatividad misma transformándose en cualidad. Pero cuando esta negatividad ya no encuentra donde ilustrarse, cuando los grandes enfrentamientos (las “guerras a muerte por el reconocimiento”) han desaparecido, cuando la realización de la igualdad, la búsqueda de la satisfacción de las necesidades y la demanda de la seguridad se han convertido en las únicas preocupaciones del ser vivo, lo menos que cabe decir es que eso no crea un medio muy favorable para proseguir con la creación artística. Nietzsche estaba convencido de que toda gran creación procedía del deseo de hacerse conocer como superior a los demás. Si la negación desaparece (“la acción que niega lo dado”), entonces los hombres vuelven a encontrarse con la animalidad (una animalidad totalmente nueva); y, en efecto, el arte como realización de la negatividad se convierte en algo del pasado.
El único ejercicio crítico posible entonces, el único uso libre de la negatividad quizá se reduzca a constatar y a estudiar esa situación desde fuera. Lo que, por supuesto, tratan de impedir los defensores del arte. Ellos, que dicen estar preocupados por el destino del arte vivo, son ahora los peores enemigos de todo pensamiento crítico, y por tanto vivo. Se han convertido en los conservadores de una supervivencia que incluso olvidó que había estado viva cuando era negación. Al no percatarse de que han cambiado de época, de vocabulario y de sistema de referencias, traicionan aún más lo que pretenden salvaguardar. Hasta su propio estilo no es ya más que el del consentimiento más servil. Como lo expresa un plumífero de Bellas Artes: “Vivimos una época formidable y de una creatividad inaudita. Y esto es sólo el inicio de una larga aventura.” Su lengua muerta no es sino la de la ratificación y el consentimiento; la de los esclavos encadenados y encantados de estarlo.
Pero con el arte sucede como sucedió, no hace mucho, con la existencia de Dios: tan pronto como esta existencia se convierte en un problema, todo está ya acabado y la causa perdida; hasta el sentido común la ha abandonado.
(1) Alusión al libro de Philippe Dagen, La Haine de l’art (Grasset, octubre de 1997), en el que el crítico de Le Monde se las había con las críticas al arte contemporáneo emitidas por Marc Fumaroli, Jean Baudrillard, Jean Clair, Philippe Domecq, y, en particular, con estos dos últimos, contra los cuales Le Monde y Art Press se habían movilizado los meses anteriores. Ver infra, p. 259 [final del capítulo “E perpendiculoso sporgersi”, de noviembre de 1998].
(2) Algunos meses después, y como para permitir verificar que la unificación de los territorios del cretinismo no es un mito, la insostenible Trautmann, ministra de los Estereotipos, hacía como es debido el elogio del arte contemporáneo porque éste “participa en la noción de ciudadanía”. No se podría decir mejor. Y proseguía: “El arte contemporáneo es un arte que innova, desestabiliza, subvierte las formas estéticas generalmente aceptadas”. En cualquier caso, lo que en todo esto no corre peligro de ser desestabilizado ni subvertido son los lugares comunes, los clichés, las trivialidades de la modernidad, repetidas una vez más en toda su chochez con igual adiposa simpleza (noviembre de 1998).
[Traducción: Jesús María Ayuso Díez]